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Aunque hace rato no escribo nada que
supere los 140 caracteres y esté por fuera del ámbito académico, creo que ya
son varias las que le debo a este señor. Entonces opto por responder a su amable
convocatoria, para lo cual debo evocar una época mucho más fácil…
Conocí a Armando hace unos trece años más o menos. No
estoy seguro de cuándo ni dónde, pero sé con certeza que fue gracias a la
Asociación Colombiana de Estudiantes de Comunicación Social y alguno de sus
congresos o asambleas que tanto disfrutaba sin preocuparme de nada (de ahí lo
de “época mucho más fácil”).
Del hombre recuerdo que fue difícil de caracterizar en un
principio porque uno ni sabía de dónde era (se decía caleño, viajaba con los de
la Javeriana de Bogotá y era hincha de nacional); además en un ambiente de
estudiantes de comunicación social guapachosos, Armando tenía un tinte más
bohemio y político —aunque suene contradictorio—.
La pegamos bien. Hablamos largo y bebimos ídem… a pesar de
que también creo recordar que en Medellín andaba con una camiseta horrible de
rayas verdes y fondo blanco (o al revés). En esa época mi América competía
directamente contra su nacional (otra vez… “épocas más fáciles”).
En una ocasión coincidimos en Pereira y el hombre salió
con que era cuentero. Nos echo un cuento malo sobre un personaje que se llamaba
Lisimaco (así, sin acento en la segunda i). Son de esas pendejadas que uno
recuerda sin saber bien por qué… como también recuerdo que el cuento ese no
pegó ni mierda (seguramente ayudó que el público estaba conformado por
comunicadores amanecidos y/o enguayabados).
Lo último que recuerdo de Armando —y le sigo diciendo así,
porque en esa época todavía no era el loco de los gatos—, fue que una vez le
caí a su casa cuando ya vivía en Cali. Me recibió con cerveza y hablamos mierda
como siempre. Esa vez lo conocí un poquito más porque entre tantos temas
incluimos la música, el cine, los comics y otras vainas sobre las que antes no
habíamos conversado.
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Después de eso, no recuerdo mucho a este señor. Con el
tiempo él se convirtió en Don Gato y a mí me decían El Cuajinais. Cuando los
medios de comunicación virtuales nos permitieron retomar el contacto conocí el
Noticiero de lo Cotidiano; su afición por la gatos y su problema crónico con la
palabra inviable (quizás exista un trauma el respecto, tengo que preguntarle
alguna vez).
También supimos que ambos estábamos en el camino de la
docencia y hasta nos enviamos algunos correos sobre el tema. Pude ver que en
Twitter es muy apreciado y varias veces le escribí preguntándole maricadas (que
me respondió la mayoría de las veces). De este nuevo encuentro destaco la
promesa aún incumplida de sentarnos a cervecear y que me recomendó
La Caída de
los Gigantes de Ken Follet —una bestialidad ese libro—.
Por este medio también supe que anduvo en amoríos con una
amiga mía muy querida que, dicho sea de paso, me preguntó cómo era él cuando
aún no lo había visto en persona. (Como no podía ser de otra forma, yo le
contesté que era bieeen feo el hp!). No sé cuánto duraron, pero sé que me quedé
con las ganas de salir a “gaseosear” con los dos.
Y pues, ya. Habría muchas más cosas para decir o recordar,
pero creo que es mejor dejarlas para cuando nos sentemos a tomar birras… algún
día.
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Hace tiempo recibí la invitación para
este proyecto y a pesar de que varias veces me acordé, e incluso planifiqué la
sentada a escribir, tuve que esperar hasta que un lloroso Don Gato me escribió
un correo de trescientas líneas… no mentiras, un simple mensaje de 12 palabras
que igual ya eran muchas. Junto a mis disculpas, le envío este texto que debí
haberle escrito hace meses y que quizás lo defraude, pero que me hizo recordar
buenos momentos.
@elcuajinais
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