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Somos seres de costumbres, más si se refiere a mi modo
de vida. Además de costumbres, podría afirmarme como un ser de rutinas, un ser
metódico, conforme, de viejas pasiones, que se incomoda hasta la médula cuando
le cambian un plan o una idea inicial. Soy de esos que se les desgarra el alma
con la impuntualidad de las personas, de esos a los que se les encoje el
corazón con la prepotencia de otros, con la falta de carácter, con el vacío de
los corazones urbanos.
Soy un ser de ciudad que adora el campo, perfectamente
puedo pasar una larga temporada en el campo, no sé si desarrollando labores de
campo como tal, pues no he sido formado en esos menesteres pero quizás si me
interese aprender a hacerlo. Soy de ciudad, de grandes ciudades, admiro el
poder del hombre manifestado en la arquitectura, en sus grandes obras de
concreto, de las metrópolis como espejo de lo que realmente somos.
Soy de los que adora salir a comer, me gusta comer
bien y disfrutar del conocimiento del hombre en la cocina, pero también
disfruto de la grasa, de esa vitamina CH que llamamos. Soy de los que disfruta
salir a escuchar buena música, de encontrar una mesa dónde conversar, de
encontrar una rutina donde comenzar. Así comienza este recorrido mental, este
viaje por el pasado, por donde hemos dejado huella o quizás, por donde
acostumbramos a que nuestras huellas se queden para esperarnos.
Al ser un personaje de costumbres soy a la vez, un
sujeto de nostalgias, recordar con gran placer a mi Girardot del alma, ese
universo de más de 30 grados centígrados de temperatura donde mi infancia se
revolcaba entre hojas secas caídas de los árboles, entre el silencio de las
calles interrumpidos por un chicharra, por los gritos de niños en callejones
donde había juegos y aventuras. Esa ciudad donde alguna vez volví porque era mi misión hacerlo, aquel rincón de mundo donde la familia nació.
Recordar para vivir esos lugares a los que se dejó más
que el tiempo y la rutina, se les dio identidad o quizás, fueron esos espacios
los que nos dieron identidad. Café El Solar en la Javeriana de aquel 2002,
lleno de tazas de “icopor “ y amigos rodeando la misma mesa, sonriendo y
haciendo de la vida una oda al punk. Porque fuimos personajes de una
tragicomedia, fuimos ese grupo de ocho civiles envueltos en cotidianas
historias pero que cuando nos juntábamos, en ocasiones nueve, hacíamos de
nuestro mundo un lugar perfecto para contar, fuimos esa reunión de solitarios,
de viajeros, de esos que nos fuimos conociendo en la marcha y no en el inicio
como carta de presentación.
O entender pasados años, la Bogotá del 2001 en el que
mi apartamento era un punto de encuentro para esos espejos del presente. Vivir
la dicotomía entre la esfera de lo racional y la locura, aprender a conocerme a
mí mismo, entenderme como persona, verme como un camino y un hogar, compartir
mi soledad y mis silencios con entes fuera de este mundo, alejarme de mi
cordura o quizás, aferrarme a ella para poder sobrevivir a episodios que nunca
terminé de comprender, quizás porque se trataba de eso, del ininteligible
conflicto por un lugar, un territorio.
Continuar nuestra marcha, y de allí los recuerdos a
ese maravilloso 2003 cuando nació el entonces mentado proyecto, en aquel centro
comercial deambulando tarde por tarde, día tras día, allí, en Café & Café,
de lunes a domingo, soñando, dibujando ideales en servilletas, en mesas
metálicas rodeadas de nuevos y viejos amigos, de extraños que serían años más
tarde hermanos, y de hermanos que años posteriores serían solo fulanos. Ser la
oficina de las ilusiones, ese fotograma de las pasiones por las letras y la
cultura, y sin querer serlo, esa inspiración para darle carne y hueso, nombre y
pasado a lo que fuera pues “Nocturno 2003: Toma la Palabra”.
Fue ese café de encuentros y desencuentros, allí,
dónde vi a la Siberiana por primera vez, donde sus azules ojos se clavaron como
una canción de Maná y nunca pudieron salir de mi mente provocando más daño que
felicidad. Ese café dónde conversé con Oriana y logramos hallar puntos en
común, dónde nos dijimos adiós para siempre con Maria Fernanda, dónde nos dimos
la oportunidad de intentarlo con doña Martha, dónde dimos vida a tres versiones
de un Festival de Arte y Poesía en el que nadie creería que fuese posible
materializar, donde me equivoqué con Mónica, o porque no, donde me clavé a la
cruz por querer imaginar lo inimaginable.
Ser seres de rutina nos hace únicos pero no
especiales, qué mejor evidencia que la disyuntiva del pasado con los lugares
donde ocurren las cosas, ese Café Mulato de los años 2007 al 2009, una bienal
de muchas tazas de porcelana, de muchas tortas de chocolate, cajetillas de
Marlboro Rojo, amigos, cerveza y reuniones, reuniones, reuniones y más
reuniones. Ser nuestro punto de encuentro, nuestro espacio de desencuentro.
Inolvidables las noches en Caffeto Bar como mesero y tiempo después como
Barman, porque allí también conocí seres maravillosos como mi hermano Sam, como
el gran Carlos Cuervo.
Ser especiales porque los lugares son los que nos dan
la huella, nos transforman. Cada que vamos a un lugar y lo acogemos como
propio, lo estamos envolviendo en nuestro encanto y ese lugar claro está, nos
está envolviendo en su universo, nos hace suyos, nos roba la energía vital para
dejar allí esas carcajadas o lágrimas, esas historias para contar.
Hablar de paseos, de experiencias, de frustraciones y melancolías,
de amores y estallidos de felicidad, todo pude ubicarse en un lugar especial,
en un rincón y bajo un árbol, son los lugares comunes los que nos encuentran,
nos unen; sea en esta ocasión que buscamos esa reflexión para sabernos ubicar
en ese lugar especial donde queremos dar prioridad, por cuestiones del presente
proyecto 31, sernos fieles en la memoria.
De muchas vueltas y revueltas siempre llego a la misma
parte, a la mesa vacía. A esa estética de la cotidianidad, darle el nombre que
mejor podamos dar, café, Bar, Restaurante, Cafetería, darle la identidad que
mejor nos plazca a la final siempre es ese el lugar al que después de muchos
octubres de vida llego por cordialidad, por mera necesidad de superviviencia.
Darnos un lugar en la mesa, comprender que no interesa
de qué ocasión se trate o cuál sea el motivo de convocatoria, es allí en la
mesa donde damos en común nuestras ideas, donde dejamos los sueños puestos a
merced de nuestros interlocutores, donde escuchamos y recibimos del otro lo
mejor que ese ser considera, nos puede brindar.
Ese lugar donde las hipocresías se descubren, donde
las mentiras caen, donde el sufrimiento desaparece porque precisamente allí, en
la mesa, es donde se discuten los placeres, sean estos en forma de comida, de
alguna bebida o simplemente de una mirada que nos dice en el fondo, que todo va
a salir bien.
Darnos un lugar especial en la vida del otro, aprender
a sentarnos y a acompañarnos, a sernos vida para dar y recibir. Muchas mesas
son a las que he llegado en el tren de la memoria, pero solo después de
recorrer todos aquellos años es que descubrí pues, que no era el Café o el Restaurante,
la cafetería o Bar el que hacía que fueran especiales aquellas tardes de sábado
dónde planificábamos el entonces Proyecto Nocturno, ni esas semanas enteras de
discusión para sacar un proyecto de campaña que al tiempo veríamos como
fallido, sería la voluntad de cada persona por querer que las cosas salgan bien
y den los mejores frutos, la voluntad de cada personaje, porque en algo venimos
llevando el común y es que venimos convirtiéndonos en ese soporte que cada mesa
necesita, que cada grupo, familia, parche o comunidad quiere de sí misma.
No es encontrar un lugar en las letras o la
imaginación, sino, en el corazón de cada persona, aprender a sentarnos juntos,
escucharnos y dejar fluir nuestras intenciones.
Darnos un lugar en el otro.
AV
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