31 de julio de 2008

Adios querido Julio


Con el único cigarro de la noche, buena música a ritmo de pensamientos claros y serenos, esa elocuencia que se escapa en el olvido del trabajo, en esos caminos de la amistad, allí donde las promesas se quedan congeladas, esos días que duermen sin hambre, que rezan con alegría y se reivindican con la vida, que no se escapan a la tristeza pero tampoco mueren con ella, solo siguen sus propios pasos y su propia personalidad, esos peros propios de poetas y esas notas propias de anónimos enamorados. Besos que se quedaron en el papel.

Hace mucho tiempo no me fumaba un cigarrillo con calma, con el placer de sentir esa brisa de noches de sueño, un cigarrillo que me aleja de la nostalgia ni me acerca a la moralidad, me lo fumo con paciencia y lo disfruto, es el único de la noche, no hay derecho a repetir, pero no hace falta hacerlo, es ese humo que despide a este séptimo mes del año, ya llegando al octavo lo dejamos ir, lo despido con ese amor con el que los músicos han dado al mundo motivos para vivir, esas canciones que llegan al interior de letras y etiquetas, a corbatas y faldas, mezcladas con tazas de café y jarras de agua panela, vivas, alegres, serenas, místicas.

Esa satisfacción que llega por casualidad y no se acuerda de aquellas ocasiones en las que se les invocó, donde el olvido hizo de las suyas, donde la musa regresó en traje de recuerdo, donde todo se aclaró en lo más oscuro de la noche, ese juego de palabras y momentos que despertaron sin siquiera querer estar vivos, sólo apartados en un rincón de la memoria, dando oportunidades derivadas de maduras acciones suicidas, de marcadas lágrimas sacadas del closet, sin cadáveres que esconder, sin esencias que oprimir, sin vidas que reprimir, sin mujeres que mendigar, solo lo que se necesita y se despide, todo en el mes menos esperado.

Despido a julio para dejar que entre agosto por la ventana, noticias que se acomodan en mi almohada y me saludan en tono de cortesía, con tarjetas adornadas en besos y errores oportunos, en un blog que quiso hacer tributo al recuerdo, en un blog que encontró como musa al pasado, dándole un presente significativo a los lectores y transeúntes que se esconden en los rincones de las preocupaciones y el estrés, esa estupidez que nosotros los humanos suplicamos a cambio de éxito y buena presentación. No, hoy no, hoy me fumo la vida y la disfruto como nunca, como con esa ganas de que se quede en la mirada de otras y de otros, que se encierre en llaves maestras y se escondan nuevamente para volver quizás en muchos años más tarde o en unas pocas horas, aquí lo que comienza a importar es tu dolor, porque el mío ahora está en manos lectoras, en letras portadoras de café y cigarros.

Despido a julio, beso a Julieta, la amo a ella, a la que me lee con serenidad, a la que me dio esa oportunidad de burlarme de las reglas y la cotidianidad. Después vuelvo para quedarme en la conciencia de los minusválidos, exagerando vísceras y escondiendo cotidianidades en lo más absurdo de la humanidad, digamos que es producto de la mala alimentación, dejémosle este placer a los envidiosos, y volvamos a lo básico.

A veces es bueno dejarlo salir, una manera sana de empezar a sentirnos más cerca.

AV

28 de julio de 2008

MISIÓN CUNDINAMARCA PARTE VI


El puente Férreo, los pasos ágiles en el asfalto, ese sol que choca con las aguas del marrón Magdalena, ese cielo azul que se abre y exilia a las nubes a otro silencio, esas preguntas que nos dejan la existencia en manos de vacaciones y reuniones familiares. El parque, esos sueños que echamos a volar en la alegría del corazón, como todo, como las Gaseosas ´Sol´ o la venta del sanduches al borde de la carrilera, la cerveza que gira de mesa en mesa a partir de las nueve de la noche, allí, cerca de las doce la noche fue cuando conocí a la pelirroja, a la que me dijo que era mi primera vez.

Subiendo calles y doblando a la esquina, la esquina donde el lote de davivienda sigue dando maleza a los arbustos ha cedido ante las presiones de un gran hotel, a esos sueños que el corazón amarra a juegos y espectáculos, donde los videojuegos han invadido mis vacaciones y Telecom me ha dado sus promociones, ahí estaba el secreto de la inocencia perdida, en voluntad, en tratar de recuperar la capacidad de asombro, en aprender a encerrarme en ese mágico mundo lleno de flores amarillas y hojas secas en los jardines, donde la casa nuevamente era grande, de dos pisos, nuevamente me sentaba en la silla mecedora de mimbre a pensar, a recordar a mi abuelo, a pensar mis diciembres, me sentaba a dormir.

La espera de ese suceso que nos cambia la apariencia de la vida y nos dibuja un amarillo regresó en un verano extraño, mezclado por paisajes y caminatas. Después de varias noches de luto el 31 de diciembre de 1996 fue una noche en la que regresó el ritual comunitario de compartir entre vecinos y familia, la última vez que identifiqué ese suceso fue a principios de los noventa, allí aprendía a no tolerar el Tamal, ante ello casi seis años más tarde estábamos de nuevo reunidos en la cera frente a la casa, con sillas y mesas, los mismos Vargas y los mismos vecinos, pero ellos no estaban presentes, ellos, los pioneros de la tradición, los primeros niños que jugaron en las calles decembrinas con banderas rojas y papeletas propias del liberalismo colombiano, no, no habían asistido a la cita, prefirieron la intimidad y egoísmo de sus propias familias, de sus hijos y nietos, no de sus hermanastros ni su madrastra Olga. El único presente era José Vargas, esposa e hijo.

Cada casa empezó a ofrecer a los vecinos un plato típico, un postre o una bebida, la cerveza corría por cuenta de Diego Vargas, trabajador de Bavaria, Fernando en cambio trajo el sonido y con cuatro Bafles de mayor altura a mi estatura cerró la calle, la Tía Rosío y Charito colocaban a hervir de nuevo las ollas de agua para preparar los tamales recién llegados, mi madre y mi padre salían con la abuela Olga a comprar telas para la casa, el tío Juan no se encontraba por ningún lado. Sentado en la mesa cuidando los vasos desechables y los cubiertos observaba como un grupo de niños corría de extremo a extremo sin medir la velocidad o la risa, por el contrario se escondía con gracia y de vez en cuando miraban mis jeans con burla y descuido, quedaba en evidencia que yo no pertenecía aquel lugar, solo era un forastero menor de edad, nada más.

Diego con su risa y su alcahuetería me brindó una copa de “Nectar”, el olor me obligó a rechazarla de inmediato, por supuesto riéndose a todo pulmón me invitó a retirarme de la mesa para que me integrase a los chicos que jugaban en frente, sin mas miedo que vergüenza me dejé guiar y allí fue cuando conocí a Marcos, Ricardo, Julián, Tato, Kevin y Andrés. Sin pensarlo dos veces me dieron chico en el juego y empezamos a esconder la correa con el propósito de quien la encontrase debía golpear a los demás hasta llegar a la base, en ese momento mis padres llegaron con mi maestra de vida, la abuela Olga, nunca olvidaré el respeto con el que los chicos reverenciaron su llegada y con mas experiencia que humildad hincaron su rostro en homenaje a ella, nunca olvidare la cara de amor y ternura de Olga al agradecerle a sus niños por el bonito gesto, fue entonces mi primera escena de celos en la vida.

La tradición aprendida esa ocasión fue que era indispensable estrenar alguna bermuda para cuando llegasen las doce de la noche, para cuando los abrazos con extraños y excéntricos se llevasen a cabo, para cuando esas promesas de cambio se hiciesen en voz alta, todo mezclado con el delirante remedio del año nuevo debía ser pues un suceso agasajado con un prenda de vestir nueva, en ese instante comprendí la demora de mis padres en llegar, y fue del mismo modo la excusa perfecta para estrenar. Faltando cinco para las doce el clásico de diciembre comenzó a sonar, no tenía nada que extrañar, solo el sonido de las campanas de la iglesia y el bullicio de los vehículos en la avenida sexta de Cali, extrañaba correr con una maleta dándole la vuelta a la manzana en mi Bogotá, extrañaba a mi abuelo, pero con mayor rabia que dolor, extrañaba mis diciembres con la abuela Alicia Salcedo.

El éxito de temporada irrumpió en el escenario y las parejas salieron a bailar en cuanto terminó el agasajo de las doce uvas y las copas de aguardiente en nombre de dios todo poderoso, era una joven caleña que comenzaba a triunfar en las emisoras locales y que con su particular tatuaje dejaban en el mercadeo una buena estrategia de promoción musical, se trataba de Marbelle entonando una popular canción de la tradición mejicana “Collar de perlas”, fue el éxito de temporada, fue la banda sonora de mi regreso a la tradición cundinamarquesa.

AV

27 de julio de 2008

MISIÓN CUNDINAMARCA PARTE V


Han pasado años de extrema espera y desespero, esa mezcla de vida donde el calor nos asfixia en un baño o en una habitación, muchas voces y recuerdos se colgaron en paredes para enseñarnos a entender la importancia de las ausencias, los diciembres son sinónimo de marzo y abril, la familia se resume a palabras y amores sacados de un televisor, no de enseñanzas barriales o escuelas de medio día, la muerte nos ha echado al olvido, nos ha sacado de ese juego de amores y nos enluta de manera sutil y directa, bloqueando nuestro pasado hasta hacerlo olvidar, hasta ignorarlo completamente y volvernos unos ingratos de sangre pura.

Así comienza la segunda parte de la historia de los Vargas, con ese duelo en tributo al abuelo Leo pero donde los años y el tiempo pasaron sin decir palabras sabias, sólo nos agachamos en la sombra y comenzamos a vivir desde el dolor más próximo o desde el placer más remoto, así comienza pues el segundo ciclo que deja su sabor a mora servido en la mesa.

Hay familias donde se esconden las mentiras y se dejan a la espera de la soledad para brindarlas al exilio, en ocasiones nos ofrecen experiencias propias de la televisión y del séptimo arte, engaños que bien se pueden evadir con un buen libro o que quizás se podrían abandonar en la mitad de una conversación múltiple de aves y flores amarillas.

La primer mañana que se sirve en la mesa fue a la llegada de agosto, serían cerca de cuatro años después de la muerte del abuelo Leo, las tías Mona, Leonor, Inés y Carmen no volvieron a Girardot, consideraban innecesaria la visita, de vez en vez bajaban los hijos de Inés a Melgar para visitar a mi prima Maria Claudia y, allí sacaban media hora de tiempo para bajar a Girardot y visitar a la abuela Olga, del mismo modo la Familia Acero Vargas y Navarro Vargas pasaba por el lugar a visitar a la casa amarilla y continuar su rumbo a sus casa de verano en el lujoso sector de El Peñón. Ningún Vargas estaba presente realmente en la casa, sólo los Vargas hijos del segundo Matrimonio de mi Abuelo.

Había crecido, ya no caminaba con Overol ni jugaba con triciclos de alquiler, el calor me desesperaba de la misma manera que la ausencia de amistades, mis viajes en ese sentido comenzaron a ser tediosos, comenzaban tiempos de angustia en el que le rogaba a mis padres dejarme en Cali con mis amigos y no que me enviaran a ese pueblo de nadie a soportar el calor del infierno mismo, había olvidado las tardes en el Magdalena, las noches en el patio trasero cazando lagartijas y luciérnagas, las tardes de lectura en el segundo piso al lado de la tía Charito, ese vacío de la niñez sólo fue llenado de manera temporal en unas vacaciones de dos meses en los llanos orientales, pero eso fue precisamente un año más tarde a la muerte del Abuelo, ahora las vivencias tendrían que ser a otro precio.

La relación familiar entonces se cerró a una interacción directa con mis tíos Fernando, Diego, Rosío y Juan, los hijos de Olga, la segunda esposa de mi abuelo. Con cada uno de ellos se lograron descubrimientos que me encerraron en diversas preguntas y dudas propias de mi familia, la importancia de descubrir en manos de quién o bajo que condiciones se orientaría el curso de la casa amarilla ahora reposaba en la autoridad de mi abuela Olga, autoridad que nunca identifiqué y en la inteligencia de mis tíos, para ese entonces, cerca al año de 1995 las relaciones en la casa que había dejado de ser grande se centraban en discusiones que para cada verano o diciembre se abordaban delante de mí, el proceso nunca fue igual, la independencia de conceptos era total y la energía, esa vibra que me motivaba a sentir la brisa bajo un fresco palo de mango ya no estaban, sólo el sobre de frutiño que se servía en el almuerzo conservaba la poca tradición con la que abracé mi infancia.

Las primeras divisiones se centraron pues en esos vacíos que el duelo obliga a la memoria rechazar, y para cuando recuperas la calma y la paz, te recibe el espejo con noticias tan malas que nuevamente invocas al insomnio.

AV.

23 de julio de 2008

MISIÓN CUNDINAMARCA PARTE IV


Había llegado cansado, en medio de un afán insoportable y propio de eufemismos sociales, estaba en un sueño incómodo que me duró lo suficiente para alejarme del hogar.

Eran aproximadamente las cuatro de la mañana, la Casa Grande y Amarilla reposaba en un silencio sepulcral, las brisas se paseaban de esquina a esquina sin molestar a nadie, las hojas secas y amarillas, grandes y pesadas dormían en el asfalto junto a la reja azul de la entrada, un portón que aullaba al tocársele, vigilante del hogar y forastero de las casualidades daba la bienvenida a nuestra llegada.
Un farol en la entrada y la gran puerta que se abre era el único movimiento o ruido extraño que la madrugada detonaba, las casas dejaban sus vidas en manos de estrellas delirantes y brisas juguetonas, la carrilera de la otra calle dejaba ver esos rieles fríos y olvidados, a su frente un lote abandonado reflejaba el cansancio que esa ocasión mascaba, como un vaso de agua olvidado las escaleras de madera imprimían ese silencio sublime que daba señas de una gran tragedia, nadie hablaba del tema, por mi parte solo dormía en brazos de mi madre y dejaba que se me acomodase en una cama cualquiera.

Cerca de las once de la mañana y con overol puesto bajé las gradas de manera estrepitosa dejando en las paredes las huellas de mis manos, arrancaba las hojas de un par de plantas ubicadas en el altillo y brincaba desde el antepenúltimo escalón, tenía la vieja costumbre de ir a la cocina a preguntar por la Tía Rosío y abrazar a mi abuela Olga, Fonca, una hermosa Canina Pastor Alemán solía correr a mi lado y esperarme en el patio trasero; normalmente esas mañanas soleadas eran de cita obligada en el ante jardín, mi abuelo Leo y mis padres ubicaban la majestuosa silla Mecedora junto a una palma y ellos acomodaban para sí sillas de madera antiguas, se tomaban una limonada y conversaban asuntos de adultos.
Esa mañana a pesar de ser mi primera en esas extrañas e inesperadas vacaciones en Girardot y, bajo un sol amarillo que brillaba en el cemento no era igual a las anteriores, terminaba de correr por los escalones de madera para dirigirme a la cocina y buscar a mi tía para que me diese un vaso de ´frutiño´ la bebida oficial de mis vacaciones, pero mucho antes de terminar las gradas una muchedumbre se amontonaba en el angosto pasillo de la entrada, caras conocidas conversaban entre sí en la sala y otras más se miraban en el comedor, siempre fui el único niño en la Gran Casa, pero en esa Mañana yo no me encontraba único, la exclusividad se había quedad en Cali y mis padres bajaban detrás de mí con rostros parcos y silenciosos, ese silencio que nos recibió a la madrugada.

Afuera en el ante jardín muchos hombres fumaban de manera desesperada, caminaban de cera a cera, muchos automóviles estaban estacionados contra la reja azul de la entrada, las hojas secas eran pisadas por neumáticos y pasos desesperados. El sol picaba en la conciencia de los transeúntes, mi overol no era sorpresa para los adultos, en realidad la sorpresa era ver a mi padre.
Don José Leónidas Vargas, el hijo menor del primer matrimonio de mi Abuelo Leónidas Vargas, el único hombre vivo de la segunda generación de los Vargas y el último en llegar a La Gran Casa hacía presencia junto a su esposa Miryam y el pequeño Armando, allí a la entrada, en todo el frente de las gradas de madera la silla mecedora no se encontraba presente sino, que había sido guardada en el cuarto de debajo de las gradas, y en su reemplazo un par de señores con traje negro recibían con un abrazo feroz a mi padre, junto a las señoras la tía Rosío conversaba con el Tío Juan y mi abuela Olga, junto a ellos muchos desconocidos me saludaban con cierta familiaridad que se desvanecía en mi rostro, así y después de muchos saludos llenos de protocolo logré conocer a un par de niños un poco mayores a mi edad, pero con la misma inseguridad de la edad y rebeldía de la capital me miraron con actitud bandida y descortés, su ropaje dejaba en evidencia que procedía de Bogotá, eran los hijos de la tía Leonor, la hija mayor del abuelo Leónidas.

En un encuentro familiar, terminando la década de los ochentas y recibiendo la década de los noventa tuve la oportunidad de conocer a la tía Leonor y a la prima Adriana, la hija menor. Mis Primos Germán, Gustavo, Omar y Maria Claudia llegaron temprano en la mañana con la tía Inés y cerca a éstos estaba el primo Sergio, hijo de mi Prima Patricia, hija de la Tía Mona.
Esa mañana identifiqué el cadáver de mi abuelo Leónidas, esa mañana logré identificar a la cuarta generación de los Vargas, siendo una generación mayor a mi edad, estaba aún por debajo de la línea del árbol, esa mañana identifiqué las lágrimas en el rostro de mi padre y las lágrimas en el rostro de mi abuela Olga, esa mañana vi al Tío Diego sobrio y a la Familia Vargas reunida en un suceso similar al del año anterior, sólo que en el anterior se celebraban 90 años de vida del abuelo Leo y yo era el único niño presente.

Hoy casi veinte años después del deceso mayor, identifico aún el cadáver de ese abuelo que tanto quise pero del cual nunca di una lágrima, a esa abuelo que dejó en las manos de mi padre y mi tía Mona la herencia mayor de la familia: La Tradición Cundinamarquesa.

De esas mañanas en las que el amor murió y yo no me di cuenta, donde hoy casi Veinte años comienzo a pensar en la fecha de ida, sin saber aun la de regreso.

AV

20 de julio de 2008

MISIÓN CUNDINAMARCA PARTE III



Es difícil imaginarse un parque donde uno no ha crecido, un parque donde uno no conoce a los caminantes ni distingue las necesidades de los presentes, un parque donde todo un pueblo gira a su alrededor sin importar las horas o las noches, sin importar las clandestinas necesidades de los vecinos o el agotador clima de verano. En varias ocasiones dejé sentir mi vida en pasos que bajo el sol de la tarde me daban esa necesidad de caminar sin destino alguno, me sentaba en el teatrino a observar, a mentirle al tiempo y revolverme en el espacio esos pensamientos de niñez.

Una noche de 1990 en pleno mes de julio entretuve mi hambre y mi sed pedaleando agresivamente en un triciclo alquilado a buen precio, giraba dando vueltas en el parque pero en mi interior lo hacía viviendo esa distancia que me sacaba de mi tierra natal y me entretenía en una ficción de tres ruedas, faroles que chocaban su luz amarilla con el rojo suelo del parque, faroles que con su base de acero daban la impresión de estar pedaleando en el tiempo y encontrarme en calles del siglo pasado, las mujeres sentadas con abanicos en las bancas de cemento eran una novedad en mi pedaleo, los hombres con camisetas y pantalones cortos caminaban en sandalias alrededor de un recinto abierto por el tiempo y la memoria, recinto que demandaba sueños y necesidades, el mismo lugar que en las tardes servía como expendio de cometas y papeletas, de carros pequeños que vendían paletas de agua y “sandies” con sabores a frutas.

Fue a partir de ese año que la lucha por aprender a montar en bicicleta se resumía a frustradas ocasiones, poco a poco con el crecimiento de las piernas y el paso de los años el mismo sol quemaba la cara y la espalda, la misma frustración se asemejaba los miles de intentos por aprender a montar en bicicletas prestadas y refunfuñar por los fallidos golpes que la vida me donaba. Muchas ocasiones fueron selladas en llantos inconsolables y miradas de resignación en ese rojo cemento que adornaba a un parque, que en sus alrededores era observado por una catedral que me asustaba mi imaginación, junto a ella una gran oficina de Telecom servía de refugio para desempleados y desocupados, para desorientados y recién llegados.
En esas mismas calles giraban restaurantes que vendían pollo asado o apanado, un gran billar y una pequeña oficina de la policía, casas que alquilaban los garajes para la instalación de locales comerciales para la venta de ropa y mercancías que provenía de los Estados Unidos o de lugares remotos y exóticos, ese parque donde di por primera vez un beso o donde aprendí a caminar solo sintiéndome como un adulto cuando en realidad mis años no llegaban a los diez, ese parque donde solía gastar el dinero de vacaciones en paletas de agua y en competencias de trompo, ese parque que bajo el sol cundinamarqués unía a todas las calles del pueblo y los sentaba a esperar al tiempo morir.

Inmensos árboles acaparaban la atención de turistas y desprevenidos, antiguas casas que servían como sede de Bancos y oficinas comerciales, mi recuerdo remoto se lo roba la abejita conavi, la casita roja o la verde y fuerte marca del Banco de la República, en ese mismo lado del parque dos establecimientos se caracterizaban por la fuerte venta de cerveza águila y la constante presencia de hombres mayores y con cara de preocupación.

Las oficinas del Periódico El Espacio recibían miles de Hojas de Vida y artículos para los clasificados, muchos jóvenes jugaban fútbol con ladrillos a cada lado para simular un arco o para dar seña de la actividad que desarrollaban, muchas veces dejé de perder el tiempo conociendo las estaciones de tren o las grandes tanquetas del acueducto local para perderme en ese parque y huirle a la infancia, infancia que nunca murió, parque que me secuestraba de la Casa Grande y me encerraba en su circular perímetro, parque donde alguna vez Jorge Barón invito a los civiles a vivir un concierto gratuito, parque donde mis años superaron la memoria y sirvió como punto de encuentro para nuestras salidas a Ricaurte o Melgar, parque que murió en el mundo de los urbanos y se dejó atrapar por las excusas de la periferia, parque donde dejé de ser niño para arriesgarme a ser hombre, parque donde escondía mis lágrimas el día en que mi abuela dejó de vivir, parque que sirve de homenaje a esta Misión que recién comienza.

Si bien empezó todo en esa noche de carreras con un triciclo como medio de transporte, con carruajes para enamorados o artesanías para los curiosos, fue ese parque el que se robó mi noción del tiempo y empezó a robarme recuerdos desde el primer pedalazo que se dio, parque que me identifica con esa familia que ha dejado a la memoria sus principales historias y desgracias.

Recuerdo bien la última vez que me senté en el parque a fumarme un cigarrillo, fue esa tarde cuando decidí irme a vivir a Ibagué. Una tarde casi diez años después de mi primer pedalazo en el triciclo de alquiler.

AV

17 de julio de 2008

MISIÓN CUNDINAMARCA Parte II


Sentado sobre el pasillo del segundo piso de la casa, son cerca de las once de la noche, la madera, vieja como los mismos secretos de los Vargas vigila desde su rincón a un pequeño de seis años jugar en la baranda, intenta acercarse a una rama del palo de mango, intenta descolgar el fruto de su origen. Abajo en el jardín de fondo unas carcajadas arrullan lo que es la llegada de la noche esperada por todos, un diciembre lleno de novedades cierra el ciclo anual y da a los contertulios un aire de grandeza, un aire de camaradería propia de la bondad que la navidad trae consigo.

Junto al pequeño una gran biblioteca vigila el rincón habitado por este, libros de toda clase y con cubiertas de cuero guardan silencio en sus respectivos estantes, como la sabiduría que sus páginas aun quieren que se les lea. El calor lleno de motivos arrulla las mudas corrientes de un río Magdalena oscuro y pasivo, una noche en la que los accidentes pueden ocurrir, pero que para fortuna del joven simplemente son travesuras de unas vacaciones inventadas.

Cada habitación es protegida por una puerta doble de madera, pintadas de color crema y con chapas del siglo pasado guardan en su interior miles de desgracias y dichas que han perseguido a dos generaciones durante un siglo entero, bajo el nombre y potestad de Don Leónidas Vargas sus hijos beben cerveza en el jardín, el único nieto presente en la casa intenta aun alcanzar una rama lejana y suspendida en el tiempo.

La región de Flandes, El Espinal, Girardot y cada kilómetro que guía a las carreteras colombianas a explorar lo más caluroso de sus tierras cundinamarquesas lleva como insignia enormes frutos que son vendidos en cajas de madera al borde de las carreteras que conducen a la capital colombiana, desde la salida de Ibagué y hasta las afueras de Melgar se logra observar la constante venta de Mango y Guamas de manera efusiva, también se pueden adquirir achiras y grandes limones a bajos precios, pero los recuerdos, esos recuerdos que huelen a mango no han podido ser endosados a otras mentes o a otros tiempos, se han varado en las calles y acobijadas por serenatas de grillos me han retrocedido como un golpe en el estómago, esos frutos del Magdalena y esos placeres de la región dieron los primeros meritos a la clase media que exactamente hace sesenta años defendía las Banderas del Partido Liberal, a esa clase media que dominó los rieles desde Tocaima hasta Ibagué, grandes aromas que motivaron al pequeño que trepado en la baranda de cemento jugaba a bajar frutos de un árbol.

Aquella noche, la noche del 24 de diciembre de 1989 grandes canastas de cerveza entraban a La Casa Grande en hombros de Fernando y Diego Vargas, los hijos menores de Don Leónidas, asimismo, Rosío se encargaba de hervir los tamales en grandes ollas en compañía de ´Charito´ la hermana mi abuela Olga. Los faroles adornaban el patio trasero, patio que resguardaba grandes árboles y palmeras, enredaderas que ascendían al segundo piso y se mezclaban con ventanales de madera, adentro en la casa, el piso de madera que soportaba las andanzas del pequeño en el segundo piso era también el testigo cruel de esas borracheras que terminaban en la cama, de esas anteriores generaciones que dieron a Girardot una nueva generación de los Vargas.

Afuera en el antejardín un fuerte olor a pólvora le coqueteaba a los vecinos, entre cada casa unas rejas de hierro dividían no sólo ofrendas y apellidos, dividían además a familias enteras de lo que el infierno ofertaba, era un pueblo lleno de motivos y desgracias, una región alimentada por la presencia de extranjeros y comerciantes, de cachacos que al calor de los treinta grados buscaban cervezas y camisillas para escapar de su clima; mientras los tamales y la pólvora se conjugaban en una noche familiar, doña Miryam Salcedo, esposa de José Vargas y madre del pequeño Vargas, subía los escalones de madera dejando fuertes golpes en cada peldaño para asegurarse que su pequeño no estuviese en problemas, si bien la naturaleza es sabía y la infancia grata, éste al escuchar el primer paso en los escalones ya había emprendido la fuga de la baranda para esconderse en la cama de una habitación inundada por la oscuridad y el silencio, mezclado en sábanas y suspiros jadeantes había logrado improvisar una escena de sueño y calma, doña Miryam entró a la habitación observando al pequeño Vargas y acomodando la ventana con un anjeo de malla para pescar cerró la misma y se retiró.

El ventilador sonaba y traqueaba de manera tediosa, rompía la pureza del silencio y penetraba en los oídos de un niño que no temía a la oscuridad pero sí a la soledad, soledad que en ese 24 de diciembre se cerró con un padre nuestro y una oración al ángel de la guarda, alejando de todo mal los sueños del precoz y dejando ahora al estallido de la pólvora la celebración de una familia reunida en la sala y sin televisor que encender.

Mientras ello sucedía las cosas en La Casa Grande comenzaban a retumbar en la memoria, como si el recuerdo fuese un fuerte silencio para contar.

AV

14 de julio de 2008

MISIÓN CUNDINAMARCA PARTE I


Semejanzas y remembranzas, historias marcadas en calores que superan los 30 grados de temperatura, que al ritmo de una cerveza se enfrascan en una memoria olvidada y sedentaria, años que han dejado huella en sonidos urbanos propios de la periferia, de esas calles que son iguales, de esas esquinas que son respetadas por la presencia de una tienda o una panadería, de esas casas grandes que reciben al tiempo como un invitado y no como un testigo o una evidencia. Singular al olvido, he dejado de paso mis verdaderos recuerdos de infancia y mis emocionantes noches de vacaciones, épocas marcadas por la unión de lo familiar, por lo socialmente aceptado y por la soledad compartida con esos extraños que nos ven llegar.

Sin conocer aun la maniobra literaria de García Márquez, ya retrataba como tatuaje en acuarela esas mágicas historias del folclore nacional, esas misteriosas odas que nos encasillan en un largo historial de anécdotas, quizás las mismas que dieron inspiración a esos escritores del magdalena medio. En estos casi 25 años de edad, quizás diez u once de ellos fueron masacrados por la felicidad y pasión de las vacaciones fuera de casa, vacaciones que sirvieron de colchón para enmarcar otra vida, otra personalidad, otros riesgos y otras oportunidades para aprender a conocerme. Si bien somos hijos del tiempo y herederos del espacio, también somos víctimas del olvido, a pesar que la piel nunca olvida.
Extrañas sensaciones empiezan por abandonar mi inconsciente y de manera sumisa comienzan a manifestarse en imágenes o deja vu recurrentes a mi cotidianidad, en ese orden de ideas y es que haciendo caso a mi extraña capacidad de asombro me siento a relatar esas vivencias que al mejor estilo de los Vargas he comenzado a olvidar, a recordar, a extrañar e inclusive a rechazar.

Misión Cundinamarca nace como respuesta a esas exigentes noches en la que los sueños me dicen y suplican revierta mis pasos para mirar al pasado, para entenderlo y tratar de convertirlo en un nuevo presente, en un detalle simbólico para mi tierna extraña manera de comportarme. Misión Cundinamarca da inicio a esas clases de vida y de madurez que del puente para allá empecé a vivir, exactamente en el puente que conecta a los departamentos del Tolima y Cundinamarca, sobre ese misterioso y poco fiable río Magdalena.

Empecemos por lo pasado, por lo que ya se vivió y se extraña de manera uniforme, donde las prioridades de la memoria me recuerdan esos años llenos de tamal tolimense, donde las calles eran el escenario principal de una casa habitada por cerca de cuatro generaciones, juntas y mezcladas, donde la cena no era importante, donde el desayuno era un rito familiar encabezado por ese abuelo autoritario y mezclado con la ternura de los años, esos diciembres que se vuelven punto de partida de estas letras, sin etiquetas por supuesto, solo letras y signos.

Cada familia al llegar la temporada decembrina estipula ciertos ritos o monumentos que se juntan con los deseos de la fraternidad y la unión, para los Vargas era cita obligada asistir a la celebración de la navidad y el recibimiento del año nuevo en la casa de los abuelos, era un manjar literario vivir esas semanas de fin de año.

En algunos clanes familiares uno comienza a conocer a sus pares o semejantes en ritos como lo son los Velorios, los aniversarios o las fiestas especiales como las bodas de oro o los matrimonios. Nuestra primera moción de orden social, basada en principios morales de tradiciones partidistas se reveló en el hogar de aquel clan en un verano especial, a diferencia de las demás relaciones familiares no fue un diciembre el que nos integró bajo un desayuno patriarcal sino, un verano marcado por las brisas de julio que soplaban junto a las corrientes del majestuoso río Magdalena. Don Leónidas Vargas Moreno cumplía 90 años de vida y alrededor de ese suceso todos los Vargas hacían presencia en la Casa Grande, la misma casa donde aprendí a escribir más allá de unas planas o unas técnicas de caligrafía, a escribir para contar.

Bajo las palabras de mi abuela Olga, mi infancia se resumía en juegos y desvanes propios de la niñez, sin entender lo que a mi alrededor ocurría me mezclaba en conversaciones de adultos simulando ser uno de ellos, sentado sobre la silla mecedora de mi abuelo me apoderaba de ese poder simbólico que en él giraba, esa potestad de patriarca que en la familia rondaba, siendo el último Vargas en el orden de importancia de ese árbol genealógico, miraba con asombro esos escalones de madera que a la entrada de la Casa Grande daban paso a la segunda planta, allí, entre la entrada y los escalones la silla mecedora hacía presencia al mejor estilo de los reyes medievales, aquel trono que todos querían honrar pero que con la ignorancia de la infancia yo habitaba siendo un feliz nieto de la casa.

Aquel verano fue la primera pista de una vida hecha en vacaciones y memorias, hoy casi dos décadas más tarde me siento con la curiosidad del Huérfano a indagar sobre esos pasos y esos suspiros que ya en mis noches de insomnio me trastornan y me llaman, esas señales que comienzo a sentir y que por obligación misteriosa comienzo a tratar de imprimir en crónicas y olvidos.

Letras que me llaman cual camino se ha perdido en la memoria y la piel.

AV.

8 de julio de 2008

Costumbres del Olvido



Por costumbre mejor me dedico a olvidar, a exagerar si es necesario, a lapidarme en sombras y memorias, me dedico a perderme en esas hojas verdes del parque y mirar alrededor a esos señores que con el desespero del desempleo se sientan en sus bancas a mirar las palomas revolotear por doquier. Sin ánimos de entrar en detalle me siento junto a ellos y con ese olor amargo a chontaduro y ciudad me dibujo en un suspiro, me balanceo entre la muchedumbre de la soledad y la amargura de la nostalgia, como esos boleros de antaño donde las damas dormían enamoradas de hombres que nunca dormían; sigo sin apoyo alguno, la melancolía se estrella en un abrir y cerrar de ojos, todo en el parque es triste.

Olvidar es algo que uno tiende a relacionar con tristezas y desaires, ese acto vandálico de encerrar en una burbuja esos gases de la memoria, en revertir las acciones en invenciones, en sembrar expectativas a cambio de melancolías, en rendir tributo a la pobreza o brindarle copas de vino a la soledad.
Bien saben ustedes que mis temporadas literarias se turnan con mis temporadas laborales, donde el escribir se me vuelve un acto de desfogue y vacilación visceral, donde tiro a la borda esa unidad de pensamientos que me agobian en la intranquila noche, en esa colección de fechas pactadas en insomnios y vagabunderías.

Haciendo de cuenta que el parque es el mundo que contemplamos en el olvido, vibrando al ritmo de conversaciones innecesarias o para colmo, conversaciones profundas e hirientes, temas que son venenosos a ojos de la soledad, que se impregnan en la piel y nos mandan a viajar con las manos vacías, en sandalias y sin agua que beber. Hablar de los mejores tiempos es hacer tarjetas que hablan de clásicos, de héroes, de monumentos llenos de letras y etiquetas; nosotros que bien sabemos caminar en pasos agigantados nos encojemos cuando nos damos cuenta que esa costumbre de olvidar es la que nos hace humanos, la que nos hiere en la piel y nos escupe en el rostro, en esa pared que llamamos sentimientos.

Si bien he querido rastrear ciertas tristezas en sueños y cielos rotos, he vivido lo suficiente para distinguir en la mirada del prójimo esa farsa que llaman experiencia. Aquellos que pretenden mentirme con historias veraniegas y frases poliglotas, pero bien saben en el fondo de su mentira que mi mirada solo capta la derrota de su farsa, me retiro con calma y sigo vagabundeando en parques y callejones, en senderos y escalones de épocas memorables.

Frases hirientes que salen con la velocidad del recuerdo, frases que nos invitan a viajar sin motivos y que en algún punto de retorno desconocido nos embriagan de dolor, nos marean y nos humillan, frases que nos enseñan a olvidar, a bendecir, a huir, frases que solo son útiles en noches lluviosas, frases que nos señalan en miradas de asombro y protesta.

Bien sabes a que me refiero, pero te queda pendiente aprender a conocerme.

AV