14 de julio de 2010

Las Hojas del Tiempo


Imagen Tomada de: http://martineroch.net/

The Golden Fleece

Sentía que estaba en mi espalda, sólo el ventilador irrumpía en el silencio y frío ambiente de una noche cualesquiera que fuera, cada voz se susurraba en la conciencia, no se consentía duda alguna, sólo temores y desvaríos. La pantalla del computador serviría de reflejo en una oscura habitación que entre mi espalda sólo databa de silencios, el humo del cigarrillo huía en búsqueda del exterior, el insomnio no sería motivo de costumbre, quizás a diferencia de noches anteriores ésta sería una tumba compleja de recuerdos, de temores, de enemistades y de fantasmas. ¿Quién dijo que los fantasmas no existen?

El pasado es un hermoso carrusel con propia banda sonora, con aromas particulares y sueños inusuales, en la costumbre de la noche se bebe y se duerme, se escribe y se recuerda, se da oda a la nostalgia y con un lujurioso halo de misterio se cuestiona el sentir de lo humano sobre lo superficial, con el frío de un verano inexistente las letras del temor se acomodarían a la búsqueda de una excusa para no temerle a lo ya temido.

Existen sueños con la capacidad de dejarnos perplejos, sueños llenos de realidad, al mejor estilo de un recuerdo se pasan por nuestras manos y nos observan desde lo incomprensible, el ritmo de cada palabra dicha en el sueño, de cada paso dado o de cada paisaje visitado se camufla con la inexplicable sabiduría de los wiccanos, de esa misteriosa esencia de tratar de entenderlo todo, de amar la realidad y serles ateos a los sueños.

Quizás la fuerza del pensamiento me ha retomado en el suicida ejercicio de rememorar el pasado, me duele es quedar con la duda de saber si es un recuerdo hecho ficción o si fuese una vivencia hecha tiempo vivido, amar la duda como el suicida que ama el todo y la nada a la vez; tan desesperante como las noches en que la depresión no cuestiona ni castiga sino que alienta y sugiere, dejar que el estado REM de nuestra noche se despliegue más allá de las sábanas, viajar entre el frío de un plano no terrenal y el frío de un invierno tropical. Dejar de lado las sábanas, pensar que se está en casa pero a su vez sentirnos en otro mundo, volver al pasado en el cuerpo inmaterial de un desdoblamiento, de un sueño mal vivido o de un terreno sin suelo y sin techo, de un mundo que estalla sin que lo sepamos.

He regresado a la casa grande, a diferencia de todos los sueños anteriores no estuve en su interior, no se me permitió entrar, lo más cercano fue la calle de enfrente observando como el único familiar que recuerdo barre las hojas secas del tiempo, con su vestido de flores de colores rojas y amarillas, su cabello corto entre rubio y cano, sus ojos marrones y sus rosadas mejillas, todo un imaginario aferrado a una escoba recogiendo lo que los árboles han desechado, quejándose de la vida, en un silencio tan íntimo como el dolor sugeriría otra oportunidad. Sin saber si mi presencia era real o no levantó la mirada y unos inmensos ojos azules me miraron fijamente, no pude moverme, sólo quedé estático en el tiempo. Sentí como si pasaran las horas, los días, inclusive los años. Lo curioso es que nunca logré comprender el color de los ojos a sabiendas que su original iris era marrón y no azul.

Nuevamente aparecí en otra calle, una larga carrilera abandona de tren, polvo con aroma a olvido y esquinas con casas acabadas por la desidia del tiempo, la nostalgia cubriendo las nubes daba paso a un imperdonable sol amarillo que daba color a todo el escenario, me saludó un viejo habitante, piel canela y crespos sobre su cabeza, me invitó a caminar por cuanto barrio y vereda rodaban la región, en cada parada me recordaba que era un político importante de la región como si me insinuase algo impertinente.

La última parada fue en una vereda muy extraña, distinta al seco y asfixiante calor del pueblo, era una húmeda y selvática casa escondida entre un sendero que se alejaba de las calles y se transformaba con el verde de las hojas de palma, sin darme cuenta viré a mi espalda y de inmediato me encontré en el interior de la casa grande, en el segundo piso, con la reja blanca enfrente de mi rostro. Me apoyé en ella y pude ver a la familia de Ricardo –mi vecino de infancia– conversar en el patio vecino.

Me desperté con una sensación más infiel que el mismo frío de las noches cuando el silencio se apodera de mi soledad y mi turba cotidianidad. No recuerdo muy bien cada parada con el mentado político local, pero sí recuerdo que en cada una de ellas se me presentaba con honores a familias y pobladores traicionados por la riqueza, recuerdo que en cada parada se me recordaba la profesión, el oficio del tiempo y las penas del olvido.

Recuerdo bien que no fue un sueño normal y es un pasado que jamás he vivido.

AV

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