11 de agosto de 2008

MISIÓN CUNDINAMARCA PARTE VII


Muchos sueños se reviven con la memoria, inclusive si han sido solo eso, sueños. Muchas veces nos reflejamos en tardes de lluvia en las que la inutilidad nos posee y nos enreda en sus caprichos, nos desesperamos con el calor y nos inquietamos del aburrimiento, regresamos para quedarnos en ese recuerdo hermoso que nos da cada fin de semana o cada vacaciones que servimos de huésped en ese pueblo donde crecemos y dejamos huella. En ocasiones dejamos huellas en salidas o caminos aleatorios, del mismo modo hay pueblos y casa que dejan huella en nosotros, de eso se trata esta misión, de revivir lo que en algún momento nos hizo sudar la piel, nos hizo beber agua hasta más no poder o donde quizás la familia es un símbolo de algo sagrado aun sin conocer el dogma de la fe.

Cerca de las vacaciones decembrinas nos enloquecemos con la ansiedad de viajar en el manjar de las familias tradicionales, nos reímos con la llegada de primos y tíos procedentes de lugares lejanos, nos identificamos con la morada que nos da posada y nos alienamos a su dolor, a sus esperanzas, a sus vacíos, a sus sueños hechos pedazos y a sus rotas esperanzas, no me alejaba de los trece años de edad, estaba vestido de jean y camiseta morada, cabello largo y manillas en cada brazo, frecuentemente usaba zapatos de tela pero con el calor y los trajines del viaje siempre terminaba corriendo descalzo por esa calle 20 o por lo menos, con un par de pantuflas como protección. La primera noche en haber llegado a Girardot fue vista como una falta de respeto para con mis progenitores, estaba decido a juzgar al aburrimiento con salidas nocturnas y oscuras, Diego me guiaba en cada aventura y me explicaba ciertos acertijos de la vida, los comparábamos con las andanzas de mis tíos o el pasado desconocido de mis abuelos, me dejaba sorprender por la presencia de Nicolás y Rafael, un par de jóvenes adultos que eran del agrado de mi tío y que con él, siempre se citaban en la esquina para comenzar a beber como era de costumbre cada viernes o sábado.

William González es un gran hombre, perdió la vista a los nueve años de edad a raíz de un accidente, la frente le quedó marcada de por vida con cicatrices y su vista se perdió del todo, sus manos delgadas siempre fueron tema de conversación y es que a pesar de su condición de invidente siempre fue el hombre que más duro golpeaba, era quien defendía a mi tío (su mejor amigo) de los abusadores y el mismo que era capaz de cargarlo cuando éste se dejaba vencer por los tragos. William siempre tuvo acceso a La Casa Grande al ser un gran amigo de la familia, casi que un hijo para mi abuelo Leónidas, cuando Diego Vargas era vencido por el exceso de alcohol era William quién lo cargaba, lo llevaba al segundo piso, lo acomodaba en la cama y lo dejaba dormir, siendo Diego un gordo de casi 120 Kg a comparación de unos pobres 70 kg del ciego, esas extrañas fuerzas que la vida y el tiempo nos da para vencer aquello que no creemos ser capaces de hacer.

Sentados en la esquina se escuchaba lo mejor de la temporada de ´Alci Acosta´, con garrafa de aguardiente Néctar sobre la mesa y una canasta de Cerveza Águila aquellos hombres se miraban con la lástima del tiempo perdido, brindaban sus tristezas y de algún modo lograban burlarse de los vecinos, los mismos vecinos con los que me encontraba en ese preciso instante bebiendo cerveza sobre el andén del frente, sí, me sentía grande pero descalzo, estaba con Marco, Pompilio, Ricardo, Kevin y Andrés.
La noche ha dejado aromas en mi vida desde la primera vez que identifiqué el beso de una mujer sin proponérmelo, en esas condiciones es que mi memoria olfativa se ha vestido de gala hoy quince años más tarde, a pesar de mis trece años de vida en ese diciembre, ya sabía conducir muy bien conversaciones de adultos, pero todavía permanecía pendiente aprender a identificar las conversaciones de los adultos Vargas, un misterio que la misma casa ha guardado para toda la vida, un misterio que aun sin encontrarlo se ha quedado encerrado en esas paredes amarillas y azules. Es probable que regrese algún día para escuchar a la casa hablar.

No identificaba con el paso de la noche que sucedía, no me quejaba pero tampoco lo disfrutaba, era el sabor del aguardiente lo que me incomodaba; pasadas las tres de la mañana cada uno se fue con su respectivo tío a dormir a la casa: Marco se fue con Nicolás, el veterinario, Ricardo quien vivía en la casa del lado se fue solo y tranquilo en su bicicleta, el niño Kevin y el joven Andrés se fueron juntos con el tío Rafael, William el ciego se llevó a su sobrino Pompilio y yo comencé el retorno a casa con mi tío Diego.

Las escaleras de madera, esas que siempre nos han advertido de las gracias y desgracias de la familia esa noche no dejaron su tarea de lado, mientras Diego y yo subíamos de manera sospechosa, el ruido de la madera nos delataba, llegamos a la habitación del fondo y acostados cada uno sobre su cama continuamos bebiendo lo que quedaba de la Garrafa de mi tío, con el paso de las horas, el calor y la sed indomable terminé bebiendo a ritmos urbanos, el resto de esa noche fue entre el baño y yo, comencé a devolver atenciones afanosamente, como muestra de que el niño comenzaba a crecer, fue entonces mi primera vez en estado de embriaguez en una casa que lo supo todo, noches en las que volver a Girardot servirían de base para una nueva temporada.

AV

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