15 de octubre de 2014

Proyecto 31: Un Viaje.




Desde cachorro he tenido la fortuna de gozar de posibilidades de viajar, desde visitas al extranjero hasta recorrer mi país en su interior. Inolvidable cada uno de ellos, todos en su fortuna traen consigo una historia, unos más que otros por supuesto, pero el más cierto de todos es aquel viaje que queda grabado en la memoria por sus lecciones y claro, por sus temores.

Tener la fortuna de viajar, recorrer cada hemisferio o calle ha sido quizás uno de los puntos de encuentro en dónde mejor me he sentido en la vida, lugares donde siempre logro dejar una parte de mi y trato en lo posible de llevarme una parte de cada quien, de cada lugar.

Mis primeros viajes fueron como todo en mi vida, de extremos. Esa infancia inolvidable que se regodeó de animales y calles desoladas. La casa de mis abuelos, la casa paterna, la Casa Grande, me recibía desde que era un cachorro, allí disfrutaba de esos veranos soleados y llenos de calor en el que el pequeño niño jugaba en las escaleras o se divertía en el patio con las tías. Mi primer amiga en ese territorio fue Fonca, un Pastor Alemán hembra de no sé cuántos años, disfrutaba jugar con ella, encaramármele como jinete desesperado, correr por el patio y morderle las orejas, ella, noble y grande como ella sola, solo me lamía el rostro y salía a correr al ritmo de nuestro encuentro, su partida, años más tarde fue para mí algo jodidamente doloroso, fue decir un adiós a esa mascota que nunca fue mía sino, de la Casa Grande.

En contraste, desde cachorro uno de mis primeros viajes fue a la gran ciudad de Nueva York, allí conocí al hermano menor de mi madre, al Tío H. Gran persona y gran tío, claro, como buen cachorro no sabía de la clase de viaje que estaba dando y lo consideraba como una visita familiar de turno, sin entender el contexto de estar en la capital del mundo y recorrerla como si se tratase de un adolescente enamorado. Años más tarde regresé a Washington conociendo sus museos y creando vínculos cada vez más cercanos con mi abuela. Digamos, esa etapa fue crucial para hacer con mis abuelos ese vínculo emocional y personal que todo niño necesita, tanto los abuelos del norte, como los abuelos de mi Girardot natal.

Conocer Disney, una experiencia sensacional para un niño un poco más grande, igual que viajar por las grandes autopistas y avenidas de los EE.UU. Tanto infancia como adolescencia fueron gratamente sorprendidas con estas experiencias de primer mundo. Sin embargo, al entrar en este Proyecto 31 y hablar de viajes nos cruzamos con experiencias propias de lo que me identifica como persona: esa inviable manera de vivir la vida.

Recuerdo de niño en el año 1992, con el grupo del colegio de los Scout, viajamos a la costa atlántica colombiana, recorrimos las ciudades de Santa Marta y Cartagena. En Cartagena, punto de llegada desde la ciudad de Cali, logramos tener contacto con otras agrupaciones Scout de los colegios de esa región y cada niño y joven sería recibido en la casa de otro niño, una especia de ´coachsurfing´ Scout, para sorpresa mía y desde niño dando vida al “Manual del Buen Forever Alone”, el niño encargado de recibirme no estaba y luego de esperar alrededor de 2 horas y con el pesar de los adultos, tuve que estar allí, en la plazoleta de la ciudad amurallada atento a ver quién se compadecía y me daba posada, a la final una pareja de ancianos me recibió en su humilde morada en Bocagrande.

En Santa Marta, nos instalamos en hotel del centro de la ciudad, muy rústico y poco colonial a decir verdad. Compramos armas de juguete y de agua para nosotros. En una misma habitación estábamos acomodados alrededor de 12 niños, jugando todos con sus pistolas de agua hasta que a este genio le dio por disparar desde la ventana a un señor el cual por supuesto, subió a quejarse con las respectivas autoridades. Me decomisaron las armas de agua y desde allí, quedé viendo cómo los demás jugaban y hacían sus guerras en la playa, en la calle, en el hotel (?).

De regreso a la ciudad de Cali, recorrimos o más bien, atravesamos todo el país desde la costa norte hasta el Valle del Suroccidente, por alguna razón de esas que no comprendemos de infantes, el motorista del viejo bus nos llevaba a todos con el “cassette” de Jerry Rivera todo el trayecto, es así pues que al mejor estilo de la terapia psicológica, escuchamos de manera repetitiva todo el álbum del señor Rivera a tal punto, que al llegar a Cali, todos éramos Fans de ese artista (la verdad sea dicha).

O aquella ocasión en que recorriendo la provincia de Buenos Aires, conocí un viejo sabio como dicen los juglares vallenatos, un señor ya de mucha edad que con toda la propiedad del universo me argumentaba que allí, en la Provincia de San Isidro había vivido Julio Cortázar, que esa era su casa y dentro de ella se guardaban las grandes obras de su juventud. Logré entrar a tal residencia y si bien se encontraba bien decorada con textos e imágenes de Cortázar, era la atmósfera lo que hacía de ella una casa real, un lugar de magia, propio de los autonautas.

Inolvidables mis viajes a Bogotá o Medellín, grandes urbes donde mi espíritu inviable se expande a su máximo potencial y deja como migajas de pan, todas mis ocurrencias y desastres. En primera parte, la gran Medellín de flores me recibió en dos oportunidades en el mes de septiembre de aquel año 2000, allí abandonando mi madurez y dejando fluir toda mi precoz testarudez, perdí el vuelo de regreso en el aeropuerto como si se tratase de una comedia romántica. En aquel entonces, sin celular, sin internet Wi-Fi ni dispositivos móviles, sin ayuda de nada, solo de mis lágrimas  y El Buki, logré que se me enviara en otro vuelo de regreso sin cobrar recargo alguno porque además, si hoy es costoso pagar una multa o modificación en un plan de vuelo, imagínese pues hace casi 15 años y, tratándose además de un menor de edad que viajaba solo.

En Bogotá asumir el rol de turista cada día lo hago con mayor éxito, no por el detalle de ser un transeúnte de la cotidianidad sino, por ser un completo descuidado con mis cosas. Una de tantas ocasiones, en aquel 2006 que tanto me supo a nada, recuerdo aquel 18 de octubre. Me hallaba en el marco de un congreso de liderazgo de aquellos que las grandes empresas habían inventado para hacer escuela de sus nuevos líderes juveniles.
Luego de una semana de grandes aventuras y aprendizajes, recuerdo con amaño aquel momento en que sentado en la escalera sur del Hotel Tequendama, con lluvia en mano observando la oscuridad de la calle 26, reflexionando, solo, sin amigos porque nadie contestaba el teléfono ni daba razones, terminé mi cigarrillo y mirando en detalle el poste de luz eléctrica alcé mi mano y me dije: “pues hermano, feliz cumpleaños”. Apagué el cigarrillo y entré al Hall del Hotel, allí nos esperaba una comitiva para dar cierre al evento académico.

A Bogotá le debo muchas cosas, pero de entre ellas creo le debo más a El Buki que a cualquiera. La última vez que estuve en el DC se me extravió la billetera en el centro de la ciudad, recordé con gran agrado aquella canción del maestro Velosa y después de un eterno viaje por todo el centro de la ciudad, días posteriores, la dichosa billetera apareció en un Café en la zona universitaria de Chapinero, pero de seguro que esa historia será contada en lujo de detalle más adelante.

Inolvidable es pues, que las últimas 4 veces que estuve en tal ciudad, por capricho del universo el día previo a finalizar mi estadía de alguna manera misteriosa me quedaba sin hospedaje y con ello, iniciaba mi “viaje” por toda mi base de datos encontrando quien me diera posada por una noche, ya al volverse costumbre aprendí pues a dejar aviso de mi visita.

Inolvidables las salidas a finca, al campo. A esos pequeños lugares llenos de fantasía, mitos e inexplicables supersticiones. Inolvidables los paseos por lo rural, recordando cada rincón de las grandes casas, su aroma a viejo, ha guardado.

Quizás referirnos a un viaje en especial nos puede quedar como tarea pendiente, sin embargo es de eso que trata la vida, recorrer cada camino y emprender oportunidades día a día, como aquella ocasión decembrina que después de llevar una o dos semanas sin salir de casa, un sábado cualquiera lo hice para ir a Unicentro a tomar un café con un amigo que llegaba recién de Bogotá. 
Conversamos toda la tarde, al caer la noche fuimos a tomar algo de licor a donde unos conocidos del dichoso amigo, luego al terminar la fiesta, llegamos a otra fiesta y así sucesivamente hasta las 6am del domingo, hora en que ya nadie nos recibía y que bajo los efectos del alcohol tomamos un autobús con destino a la reserva natural del río Pance, allí dormimos sobre las grandes piedras del río hasta mediodía, con medio rostro quemado por el sol, al mejor estilo de Harvey Dent, retomamos rumbo indeterminado, con más licor en las  manos emprendimos la caminata; horas más tarde habíamos llegado a Pico de Loro y desde allí, desde lo alto de la montaña conocimos muchos personajes, entre ellos a un amable guardabosques que nos pidió el favor de abandonar el lugar por nuestro alto estado de alicoramiento.

Son irresponsables experiencias que guardamos en el baúl de la memoria, y como siempre, las llevamos a cada mesa para compartir como anécdota, como gran historia de lo cotidiano.

Seguimos a la espera de nuevos caminos, de conocer nuevos territorios y atravesar el más cada vez más lejos, permitirnos llegar allá donde la conciencia y los sueños no nos permiten imaginar lo posible, donde la familia y los amigos se convierten en un punto de referencia y no, en un grupo de apoyo. Viajes donde inclusive, logremos admirar y superar la propia belleza de lo humano, ser espectadores de lo mundano.

Ser viajeros de lo cotidiano.


AV

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