11 de agosto de 2008

MISIÓN CUNDINAMARCA PARTE VIII


Hacer el amor en Girardot es acostarse con un libro de García Márquez, es untarse de sudor y olfatear el sexo de cada uno contra la pared, es ver lo burdo y mundano mezclado con lo tierno del amor, es interpretar esas cochinadas que deja el alcohol como una declaración vallenata a una joven muchacha, es divertirse con el sarcasmo ajeno, es permanecer en la intimidad de la vulgaridad sin embriagarse en la violencia de la ignorancia, ni encerrarse en la ternura del amor. Tierra de olvidados y engendrados.

Los Vargas por herencia hemos sido cada uno desde la segunda generación hasta la cuarta una familia llena de coincidencias en cuanto a los secretos de la casa se encierra, sí, encontramos por una parte la historia de Armando, José, Inés, Matilde, Carmen, Leonor y Cecilia como aquella burbuja del tradicionalismo liberal de mediados de siglo en donde el amor era prohibido para los hombres, donde todo aquello era únicamente asunto de señoritas y los hombres sólo debían cumplir con el honor de echar raíces, también se resumen en historias en las que el machismo se perpetuaba con la codicia del dinero, de los matrimonios por conveniencia y de los hijos rebeldes, esos jóvenes que se fugaron de casa para regresar con hijos.

Por otra parte de la historia encontramos a los otros Vargas, también hijos del Abuelo Leo, pero con un perfil más cercado, hablamos entonces de Fernando, Rocío, Juan y Diego. Aquellos hijos a los que el destino de la familia los obligó a quedarse, a cuidar de la casa y de los viejos, de los abuelos y los nietos, de velar por el futuro de una tradición que aprendí a identificar en el funeral del abuelo Leo, aquellos hijos que en la memoria de todo el árbol genealógico tienen la fortuna de morir en un espacio/tiempo indeterminado por la prensa pero impreso en la mente de todos los que aun consideramos esta familia una razón fuerte para luchar.

La Tercera generación la conformamos otro tipo de Vargas, los hijos de los hijos de Don Leónidas. Existen los hijos de Armando, pero al igual que su padre, sólo son un referente familiar pues nunca han estado en ese rol de familia. Los Hijos de Inés, Matilde, Carmen, Leonor y Cecilia, pero son hijos con otros apellidos, hijos que nunca vieron en ese Vargas una razón de unidad.
Por otra Parte estoy yo, el único hijo de José Vargas. También han aparecido en escena otros hijos nuevos, los hijos de Juan y Diego Vargas, pero son niños en este momento y desconocen del todo lo que ha sucedido en esta familia, al igual que los Buendía, existen familias que no están destinadas a vivir más de cien años.

La Cuarta generación escasamente cuenta con nombres para mi memoria, pero fueron indispensables a la hora de darme esa tradición justo en los días del funeral.

Tener sexo en Girardot es meterse en sábanas que hablan por sí solas, que se burlan del paciente de turno, lo humillan con su calor y sudor, lo repliegan en una esfera propia de la cobardía o la valentía, en el sexo no existe término medio, ni “casis” ni “por lo menos”, no, no se dan oportunidades a los desvalidos ni a los que gustan del juego y el temor, es como leer una novela de Gabo, el sexo se inventó para sufrir y hacer sufrir, no para abrazarse enamoradamente y hacer familias enteras, esos tiempo son invisibles en tierras cundinamarquesas, aun cuando La Casa Grande esté llena de amor y fervor, como si el apellido fuese un escudo antibalas, pero no, esta es otra historia, es otra óptica de las caídas. Allí, cuando caminaba por la avenida del ferrocarril con William y Diego me dibujaba una sonrisa mientras tomaba una bebida Gaseosa, había pasado toda la tarde pintando el patio trasero de la casa como castigo a mi falta de respeto para con mi tía, aquellos duelos del alcohol.

Aun tenía rastros de pintura amarilla en mis brazos, con el cabello cada vez menos corto me burlaba de mi propia tragedia mientras acompañaba Diego y William de bar en bar, logramos entrar a un par de cantinas pero el calor era más fuerte adentro que afuera, afuera por lo menos la cerveza estaba fría. En una esquina cerca a nosotros, varias señoritas bebían sin mirar a su alrededor, ese importaculismo extraño que a nosotros nos encanta, nos acercamos y les invitamos una botella de aguardiente, escuchamos canciones de temporada y nos olvidamos de nosotros mismos, yo caminaba en pantuflas de plástico, William no perdía la costumbre de regar el licor y Diego, Diego era simplemente Diego, sabía lo que hacía, lo que quería, pero nadie lo comprendía.

Después de varias copas y una confesión de adolescente mi tío me miró de reojo, con esa complicidad que sólo un padre o un buen hombre pueden llegar a entender, levantó su mano derecha y me presentó a esa pelirroja de la cual ahora no recuerdo su nombre, caminamos juntos por un pasillo lleno de poltronas de madera vieja, algunos cuadros extraños y más adelante una habitación sencilla con una cama sencilla, me preguntó al oído que si tenía condones, le dije que no, me cobró tres mil pesos de más por los condones, no me importó.

Tener Sexo en Girardot es acostarse con un libro de García Márquez, es untarse de sudor y olfatear el placer de cada uno contra la pared, es ver lo burdo y mundano mezclado con lo tierno del amor, es interpretar esas cochinadas que deja el alcohol como una declaración vallenata a una joven muchacha, es divertirse con el sarcasmo ajeno, es permanecer en la intimidad de la vulgaridad sin embriagarse en la violencia de la ignorancia, ni encerrarse en la estupidez del amor.


AV

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