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Siempre por razones varias
emprendemos acciones que nos llevan a un aprendizaje, situaciones que nos
sumergen abiertamente a dilemas o dicotomías que con el paso de los días o
inclusive años miramos en retrospectiva para tomar de ellas una lección, sea
porque sufrimos mucho o porque nos cansamos de una determinada situación.
Hablar de lecciones aprendidas es
una tarea pendiente que como seres pensantes debemos asumir con calma, pues a
todos nos llega ese día dónde más que suerte es la vida misma la que nos habla
y deja sus mensajes, esos pedazos de vida lleno de misterios y colosales
heridas. Las lecciones, como bien se le puede denominar, siempre llegan como
consecuencia de nuestras palabras o actos, pocas son las ocasiones que
provienen de palabras de un guía o un maestro, algún amigo o familiar, de un
jefe o inclusive un compañero de trabajo, estas por supuesto tienen también su
tinte melodramático y es precisamente en campos como el amor donde abundan esos
golpecitos de la vida, esos pedazos de muerte.
Hablar de una lección aprendida
por supuesto que se ciñe en esta ocasión a alguna que de mi parte pueda definir
como la gran lección de la vida, pero claro, me falta mucha vida por recorrer
así que para efectos de una llana reflexión es presentable ante ustedes
limitarme a lo que llevo de vida, aprender a escoger el mejor error de mis
errores, o por qué no, el mejor acierto de mis descuidos.
Si lo conversamos desde el amor,
una gran golpe de muchos que fueron reiterativos fue el afamado error de jamás
dejar a la mujer que te ama por la que te gusta, pero claro compañeros, esa es
una lección de vida que todos debemos (debimos ya) aprender en los dulces
caminos de la juventud; muy conceptual también si lo hablamos desde lo
profesional, donde la permanencia y la persistencia son la base de la
disciplina, lección que también en algún rincón de la escuela o la vida se tuvo
que aprender.
Referirnos esa gran lección de la
vida o en mi caso, a esa gran lección que se reseña en este Proyecto 31 es abrir
esa puerta que para algunos es la zona de pánico o de otro modo, pueda
conocerse como esa ventana a la adultez o vejez, pues entrar a cuestionar
nuestros aprendizajes es vincularnos emocionalmente con nuestros errores, esos
miedos que han estado intactos en el baúl de la memoria.
Observarla como una actividad de
reflexión inicialmente, pero darle ese sin sentido de identidad más como
pretexto de miedo, de existencialismo, caer en el fatalismo o simplemente en la
contemplación de lo que se ha vivido. Invitarnos a hallar esa gran lección es
poder disfrazar esos argumentos con los que adornamos nuestro discurso, pues
bien cada vez que damos un consejo estamos compartiendo las lecciones
aprendidas con nuestros semejantes, estamos de manera casi que irresponsable
dando guía a aquella persona que está pasando por una situación que ya vivimos
y que logramos superar o porque no, logramos fracasar y fue precisamente el
fracaso el que nos dio el aprendizaje que hoy ofertamos como consejo o
sugerencia.
Son constantes las lecciones
aprendidas producto de mis errores, porque si de algo me puedo confiar es
precisamente de ser un perfecto transeúnte, de dejar en virtud de la suerte
retos o experiencias que en su momento se pudieron haber prevenido, o por lo
menos, atendido de la mejor manera. Una gran lección aprendida y que con
corazón y gran agradecimiento recuerdo fue precisamente la que me dejó Carlos
Cuervo hace ya más de diez años: aprender a sonreír sin importar el contexto o
el remolino que nos destruye por dentro, pero insisto, no es esa la lección que
invitaría a compartir con vosotros como un señuelo de este mentado (e intenso)
proyecto, porque de seguro a todos la vida nos ha golpeado con la intención de
hacernos comprender la importancia de una sonrisa.
Pueda que me arriesgue, pero es
parte de las lecciones aprendidas en estos 31 octubres, el arriesgarse a opinar
o dar fe de un conocimiento que para alguien pueda ser de gran ayuda. Una
lección no sé si la mejor o la “Lección Madre” de todas me la dio mi padre en
plena infancia, pero jamás permití que se me olvidara, fue una noche
conversando sobre temas varios de la vida hasta que por alguna razón que
desconozco concluyó el diálogo con lo que hoy es pues, la gran lección
aprendida: “El mejor negocio en la vida hijo, no es tener dinero ni
propiedades, no se trata de tener riqueza ni pertenencias, el mejor negocio es
tener amigos”.
Se puede interpretar de todas las
maneras posibles, se puede llevar en el bolsillo como una carta de
presentación, inclusive, se puede usar como escudo para llevar una vida social
altamente activa, puede ser de utilidad o no para quien la escuche o lea, puede
de hecho, no significar nada y caer en un simple lugar común como un Graffitti
o un trino de Alejandro Jodorowsky en Twitter, puede hasta ser de inspiración
para una canción de Arjona, o un Neo Bolero de Maná.
Los consejos pueden ser lo que
uno quiere que sea, lo que queda pues, son las lecciones que nos marcan el
camino, que nos guían y orientan, nos quedan son la voluntad de aprender, de ser y dejar ser, de
vivir lo que a nuestro criterio es el vivir del día a día.
Es una lección aprendida de
muchas, otras por supuesto no se terminan nunca de aprender, como aquella de no
descuidar la maleta en la universidad, en todo el año que duró el posgrado
siempre la dejé tirada en cuanta cafetería y restaurante recorrí con mis
compañeros, esos ángeles que siempre me recordaban que había dejado la maleta.
Una lección para toda la vida,
para todos los días.
AV
1 comentario:
La vida se llena de aprendizajes que, de un modo u otro, llegan y nos habitan y nos definen y nos transforman. En mi caso, el aprendizaje (ese que me negué a abandonar, como si se tratara de una maleta de estudiante de posgrado en la soledad de una mesa de cafetería) vino de mi mamá, quien una vez, ante un problema con un compañero en segundo grado, me dijo que yo debía demostrarle a la gente que yo no era como la gente era. Y así, de esa forma tan de ella, ella, doña Amanda me enseñó la nobleza.
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