20 de abril de 2017

Una Cena.


Kittens cats Thanksgiving dinner


No encuentro placer más grande que disfrutar de una buena cena acompañado de los seres que llevo en mi corazón. El encontrarnos en la mesa es el ritual más sano para intercambiar sonrisas, miradas, esperanzas. Un encuentro de comensales donde el deseo por la comida se mezcla con el disfrute de la compañía de cada fulano, como un juego de roles donde el afecto es la energía que conecta.

Muchas son las veces que dejamos de prestar atención a los detalles importantes de una buena cena, un buen almuerzo. Darnos cuenta del valor supremo que tiene cada ser que nos acompaña en la mesa, saber que el mundo es un lugar maravilloso cuando se comparte cada momento, se debate, se planea, se sueña, se hace negocios o se destacan labores de ocio, se da vida a ello que puede ser de lo más normal como lo es el acto de comer, pero que se convierte en una oda cuando lo aprovechamos por la compañía en sí.

Desde niño, mi padre tuvo siempre la precaución de compartir la mesa en familia, obligaba a despertarme desde temprano para desayunar en compañía de mi madre y mi padre. Mi madre, mujer que admiro con toda mi fe, día a día madrugaría  a trabajar con el alba y llegaba tarde la noche para cenar, en ambas situaciones, desde que tengo memoria, mi padre me despertaba para desayunar juntos y me hacía esperar hasta tarde la noche para cenar juntos.

No comprendía el valor de tal esfuerzo, sin embargo, refunfuñando accedía a sus condiciones. 

En la medida en que los años transcurrían tomaba más como costumbre que como ofrenda el esperar para comer en familia, el saludarnos, darnos la mano y el beso de rigor, poder conversar de las tareas del día o de las aventuras de la cotidiana jornada, poder compartirnos en el rostro de cada quien y reconocernos como familia, entendernos, quizás, por un sublime momento, quizás.

En oportunidades de soledad adolescente, se comienza a construir espacios con personajes ajenos al núcleo familiar, seres que van llegando con la decencia del tiempo y van desapareciendo con la nostalgia del agua, conversaciones que nacen en cafeterías o aulas de clase y se van con el paso de los años, evocando en el comedor de la casa o en algún restaurante local. Siempre, creando oportunidades para forjar el carácter y hablar de las nimiedades que tanto nos convocan.

Estas nimiedades se van desarrollando con la edad, van trascendiendo los denominados “parches” y quizás, en un esfuerzo por emular la educación en casa, se van acoplando a conversaciones de interés por el otro, donde nos nace saber un poco más de la persona, de cómo se encuentra o qué desea para sí. En esos ir y venir de la vida vamos reconociendo entonces el esfuerzo del hogar, el encuentro en la mesa, no el sabor de la comida o la sazón del cocinero, el encuentro de la familia.

Nos dimos la oportunidad como grupo de amigos de encontrarnos una vez más, de dejar el chat de lado y pretender gestar conversaciones de manera presencial, de contar los mismos chistes, las mismas bromas, aperturar historias con anécdotas del presente o por qué no, con vergüenzas del pasado, todo en aras de sonreír, porque para eso hemos venido.

¿Algo para compartir? ¡Claro que sí! Qué mejor acompañante para una cena que una Manzana Postobon, perdón, me equivoqué de historia. ¡Qué mejor acompañante para una cena que una Pizza en familia!

Como buena familia "arrejuntamos" las ganas y salimos los amigos de siempre, de la fuente de soda, a disfrutar del reto de la pizza en una reconocida pizzería de la ciudad. Comer toda la cantidad de pizza por persona que sea posible a cambio de una módica suma de dinero, módica, para los que no tenemos fondo en el estómago; justa para aquellos que comen poco o nada, exagerada, para aquellos que no gustan de la pizza.

Estábamos los nueve sentados, conversando, saludando al hambre con una mirada de ternura en los corazones, con el clásico del Pascual en la televisora local como telón de fondo, un caballeroso mesero brindando sonrisas y consejos para el pedido, un afán por vivir inmenso el que nos llevaba de la mano en la mesa.

Disfrutamos mi esposa y yo de la manera más descabellada de las porciones justas que el cuerpo nos permitió cenar, pero más allá del Salami, el Pepperoni o los Champiñones con Pollo,  disfrutamos de conversar en lo que llamamos familia. Recordé con agrado a mi padre y su insaciable arte de comer lo que el cuerpo le aguantara, lo recordé como el caballero que siempre fue, con su sonrisa tierna cargada de brillo en los ojos.

Recordé el carisma de mi viejo para saborear cada porción de comida con la misma humildad con que convidaba con el otro un poco de su vida, su nobleza para dar sin esperar algo a cambio. Lo recordé además, porque me inculcó es complejo y obsesivo argot por la cena en familia, por el compartir, el esperar a que todos estén con su plato servido para dar en respeto el saludo y el buen provecho.

Disfruté de cada momento, tanto así, que aquí sigo recordando con una sonrisa en el rostro, una carcajada a la nostalgia. Escuchando el silencio del vecindario y dejando a mi cuerpo expresar su (in) gratitud por la comida servida.

Aquí estoy pues, casi a las cinco de la mañana despierto escribiendo estas líneas, porque es un bello abril y tengo reflujo. Porque fue una noche maravillosa donde mi cuerpo se descargó en el baño como castigo a la gula, como premio a la juventud del ayer; con un calor producto de la digestión que no me dejó hallar horma justa en la cama para emprender el hermoso arte de dormir, sino más bien, de reflexionar.

Aquí estoy pues, consciente de que una mala noche puede llegar a durar un día completo, y de que una buena vida en compañía nos puede llevar a la eternidad.

A mis amigos adeudo la ternura, y claro, un par de malestares del cuerpo que nunca falta.

Salud.


AV

16 de abril de 2017

Un Hombre




Ha pasado mucho tiempo desde que dejé la los actos sacramentales de lado en mi agenda del día a día. Quizás en un ejercicio de rebeldía o de pretensiones menos elocuentes, forjé caminos tallados en muchas emociones para dar respuesta a mi curiosidad y a mis temores en deidades y sucesos poco comprensibles.

En los últimos casi diez años viaje por distintas veredas de fe y de dogma. Aprendí a respetar aún en la desconfianza, a dejar pasar todo aquello que tenía algún sentido sacro pero que dentro de mi estela del juicio no cabría o sería aprobado. Un viaje de más casos de curiosidad que de redención como tal. Encontré pues en uno de esos caminos el punto de retorno adecuado para cada etapa de mi vida, terminando siempre en el mismo lugar, con las mismas preguntas, con nuevas preguntas. Con respuestas que en el paso de los días aprendí a apreciar, a darle sentido a lo que en otro momento era angustia o verborrea.

En los últimos meses, cerca de 24 quizás, retomé en ese desdén de la vida las preguntas que había dejado guardadas bajo la almohada. Las retomé para dar respuesta a las plegarías que retumbaban en las paredes del hogar familiar. Las retomé como el desesperado que busca las llaves, para darnos cuenta después del trayecto que siempre las tuvimos en el bolsillo.

Preguntas que me llevaron a reflexionar sobre esta vida y la otra, tiempo en los que aún tomando distancia del sacramento me daban suficiente energía y argumentos para rehacer el discurso en el que me habría desvanecida, quizás, con el juego limpio de la culpa (o la zozobra).

Comprendí que el hombre es hombre en las palabras de quien le pronuncie, que el niño será siempre niño en el corazón de quien lo estime y le lleve con amor. Comprendí que el silencio es la base de todo, no el fin de todo. Que el amor trasciende la tarima y se despliega sobre todo lo que llamamos llanura.

Durante estos últimos meses tuve la oportunidad de participar de tres actos litúrgicos católicos, en todos los casos tuve el impulso de comulgar el cuerpo de Cristo, a la final, todo quedó en eso, en el impulso de ir a tomar la comunión, sin embargo, detrás de tal impulso surgieron con la misma potencia muchas preguntas y deseos, nuevas reflexiones, caminos que empezaban a dibujarse en la llanura, como el trayecto que se despeja con la niebla.

Durante la mañana de hoy domingo de resurrección junto a mi enamorada asistimos a misa con el ánimo pues, de dar de parte nuestra, la entrega de amor y fe a aquello a lo que tanto le damos de vida. Así, con el corazón en la mano y llenos de vida y entusiasmo persignamos cada oración, palabra y recuerdo que consideramos, debíamos de ofrendar.

A diferencia de las dos oportunidades del pasado, dónde todo radicaba allí, en el pasado, en la misa del domingo de resurrección sentí las variaciones del alma y el cuerpo jugando a una partida de Ping Pong con cada pedazo de la memoria. Comencé a recordar cada juego de cartas que mi padre componía como oraciones para entregar al Señor, como el herrero que entrega sus mejores armas para el ejército del Feudo, mi Padre, con su amor y eterna plegaría, daba composiciones a cada Santo con sus peticiones. Recordé así, a ese hombre que me enseñó el don del amor, que me dio de su mano la fuerza para emprender cada terca idea, aquel hombre que con su nobleza daba el consejo no pedido, en el momento más adecuado que mi intransigente juventud pudiese reclamar.

El miedo del futuro, lo incierto de la vida, lo débil del cuerpo y el alma. 

Los temores de la salud y la prosperidad. Esos pedacitos de muerte que se van juntando en los anaqueles de la mente para desdibujarnos un escenario y construirnos otro de incertidumbre, miedo, angustia, de desespero. De canciones rotas, de decisiones a tomar. Nuevamente el pasado hacía presencia llevándome a la memoria de la infancia, donde el Padre Efraín daba misa en una humilde capilla.

Efraín fue de esos hombres que con su carisma lograba el afecto de toda la comunidad, donaciones, abrazos, flores, frutas. Un hombre que con su paciencia y muy joven edad demostraba que el sacerdocio era un oficio para todo aquel que quisiese de verdad dar su vida al Buki, y no, como se pensaba en mi infante vida, que era oficio de ancianos y sabios. Recordé cómo los niños (incluido el suscrito) buscaban acercársele y servir de ayuda en la misa, lo recordé como el Rockstar que fue.

El presente es un valor supremo porque es lo único que nos queda, porque de este se desprende cualquier futuro o se construye cada pasado, allí, en ese presente, me entregaba en olas de silencio a cada oración que la misa de resurrección premiaba, daba paso a la diatriba con cada recuerdo, con cada imaginario de futuro, pensaba en mi esposa y me aferraba a ella como única condición de mi tiempo.

Permitirnos entonces en un encuentro nuevo consigo mismo, hallar más frutos que cualquier jornada de Bingo en un cuartel de la tercera edad. Brinda la calma y el miedo que todo ser de mi edad necesita.

Me empuja como un juego de pulso en un reloj de pared, sentir emociones rebosantes de vida y de muerte, recordar lo que es ser humano, volver a preguntarnos todo, a exigirnos respuestas y a abrirnos caminos que la mente había sellado. A retomar nombres, paisajes, excusas, silencios, mareos.

Finalizada la liturgia y camino a casa no podía manejar mis silencios, como si mi mente jugase con ellos y diera sinfonía a cada recuerdo o a cada posible escenario de futuro. Buscar la calma al interior de la carne, lejos de la duda, cerca del corazón.

Recordar, para vivir.


AV