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By: Aissa Ibárcena
Hay lugares tristes, están dentro de
la memoria, se refugian en algo de ilusión, se colorean con lo vivido en
tiempos donde no había nada distinto a lo que el presente permitiera observar.
Hay lugares que en compañía son
únicos y dan vida al universo entero, lugares que se descubren tomados de la
mano, que se dibujan en emociones fuertes, de esas que anhelan una eternidad que
la razón no es capaz de cuestionar, libre de errores, de problemas, sin puntos
de llegada, solo escenarios únicos y humanos.
Hay lugares que en tiempo pasado
fueron la adoración de un modo de vida, de una fantasía que se dejaba describir
entre sonrisas y promesas.
Lugares para hacer promesas, para
ilusionarnos de todo aquello que quizás desde la infancia se construyó en el imaginario
del deber ser. Lugares en donde el viento nos despeina y nos genera dicha inmarcesible,
donde el calor nos acerca en quejas de complicidad.
Lugares que nos encantaron con sus
paisajes despertando el deseo de querer vivir allí, de jurar regresar con
prontitud para seguir sintiendo esa felicidad que el alma espera.
Lugares que ahora son jóvenes para
el transeúnte taciturno.
Lugares que son espejismos de
melancolía, porque a la memoria le debemos el anhelo de una vida mejor y no de
un presente recorrido. Lugares que no son lugares cuando la soledad nos toma la
mano, creciendo como un jardín abandonado.
Hay encuentros que fueron hechos
para no repetirse, que duraron quizás 7 años, 6 meses, 5 días o simplemente 4
horas. Encuentros que dieron base arquitectónica a cualquier proyecto de vida
en lugares sin magia. Un callejón en Brasil, una playa en Aruba, un parque en
Colombia o una ilusión en New York.
Hay promesas que no se cumplen porque
el deseo no es fortuna del destino, palabras que se riegan sobre el viento para
ser deseadas pero no escuchadas, letras que plasmamos en mensajes de pareja, de
amigos, de familiares, insumos para conectarnos con nosotros mismos a través de
los ojos de aquello que decimos amar.
Amamos lo vivido y deseamos que sea
infinito, como las canciones que nos gustan o los libros que nos recomiendan.
Nos convertimos en pensamientos
permanentes: Recordar una mueca, una cena, una caminata bajo las estrellas en
la playa o una carrera desesperada en los pasillos de algún aeropuerto.
Tormentos de una paz vivida.
Brindamos por la memoria de los que
no están, por la soledad que nos queda en el bolsillo de un pantalón, por los
vacíos de una maleta que alguna vez cargó en su interior desiertos enteros de
promesas, de lágrimas que primero fueron sonrisas en trayectos inexplorados.
Hay lugares para sentarnos a
recordar lo que pudieron ser razones para ser más humanos.
Hay lugares para dejarnos en
meditación permanente, para dedicar canciones a los que ya no están, esos que
dejaron de ser tiempo y espacio.
No existe lugar alguno para despojar
la memoria, ni equipaje donde asegurarla, solamente trayectos reiterativos de
compañías pasadas, humedecidas en lágrimas.
No hay lugar para observar las
ilusiones.
AV
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