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Banded Brokenclan Warriors Cats Gray Cat Erin Hunter Clans.
El derecho a la protección es una condición humana
que se considera más una necesidad, por encima de las llamadas necesidades
básicas a lo que algunos ideólogos lo han llamado como una política. El derecho
a estar protegidos, no importa contra que mal, es una condición que define
nuestro estado de naturaleza, nos lleva profundamente por un camino de
reflexiones y actos que derivan en la supervivencia, en el instinto –
discutible esta palabra por algunos – de querer proteger a los que amamos, o a
todo aquello que nos importa.
Desde niños identificamos a esos protectores, en
primera instancia, nuestros padres, al momento de forjar amistades en la
escuela de la vida, vamos viendo personajes en el camino que asumimos como
pares, aliados que en los caminos de la vida vamos acogiendo en nuestro afecto,
de igual manera, identificamos los peligros o riesgos a los que nos somete la
cotidianidad, sufrir algún accidente, perder algún elemento de valor, sufrir
daño físico o emocional, enfrentarnos a nosotros mismos inclusive.
Son reflexiones que por supuesto llevamos todos
los días en el bolsillo, las paseamos por cuantas calles recorremos en la vida,
tomamos postura ante la vida, tomamos ventaja ante el recuerdo. Nos preguntamos
por el paradero de los sentimientos, nos afligimos por las necesidades de
otros, por todas esas acusaciones que dejamos caer en algún pozo de nostalgia.
Por supuesto, la vida sigue, y en ese andar de pasos intermitentes terminamos
por querer ser protectores, decidimos ahora querer salvaguardar algo o alguien,
queremos y nos desesperamos ante el afecto de aquello que nos roba la cordura,
desde la sensatez de una idea hasta la inmortalidad de un sentimiento, quizás,
hasta la perseverancia de un ser querido que no necesariamente debe ser un
familiar.
En muchos laberintos de la soledad, dejamos esa
protección al nadaísmo de una idea rebelde, preferimos enloquecernos en nuestra
propia miel, enmudecer nuestras sensaciones para dar cabida a una infinidad de
pretextos, inclusive, el orgullo se convierte en un techo que limita toda
actividad que nos aleje de ese laberinto. Somos presa de la cotidianidad, la
cotidianidad es presa de nuestro infortunio, ese infortunado desespero que
regodeamos de excusas, aquellas excusas que dejamos que nos invadan cuanta
razón dejamos desprender.
Aferrarnos a nosotros mismos como mecanismo de
defensa, alejarnos de nuestro reflejo por miedo al daño que un silbido ingenuo
pueda aturdir, dejarnos enfrascar en letras, pinturas, canciones, murales, en
cualquier medio, inclusive, en el dolor, dejarnos proteger por la casualidad,
no por la causalidad.
Ser protectores de lo invisible, ser protegidos
por lo inmarcesible, por la osada manera de aplaudirnos en un eco sonoro de
timidez. Allí, donde reside esa cotidianidad, donde la rutina nos enmarca el
día a día es que dejamos paso al mentado infortunio para terminar nuevamente
presa del consuelo, visto de otra manera, ser presas del olvido.
Nunca identificamos las situaciones de riesgo a
tiempo, por el contrario, las vivimos en el momento, ese preludio de sonrisas o
gemidos, esos pasos llenos de reproches que por los caminos de la vida vamos
encuadrando en nuestro imaginario social. Aquellas situaciones de riesgo nos
acorralan sin pretender ser letales, existen seres desafortunados que pierden
la vida, los menos nocivos nos roban la cordura o peor aún, nos siembran la
duda y el temor. Nos dejamos acobardar sin entender cada mes o cada día. Hijos
predilectos del tiempo perdido.
Religiones, amuletos, ficciones, ideologías,
ritos, paisajes, amores, familiares, cualesquiera sea la duma nos embriagamos
de imaginarios, de simbolismos que para el pasado fueron escudos protectores,
que para el presente son armaduras listas para enfrentar el riesgo, que para el
futuro no son más que seminarios de estrategias emboscadas, semiologías de la
cotidianidad.
No es pretender valorar la soledad, por supuesto
que es sagrada si se maneja adecuadamente, pero es letal y nociva si no se
asume responsablemente, es la soledad de los desesperados lo que ha dado a este
mundo manuales de cuidado personal, de desarrollo político e inclusive, de
sistemas de gestión para el mejoramiento de cualquier tema de conversación.
No es pretender valorar la soledad más allá de lo
que podemos comprender, es aprender a entender aquellos momentos en que sin
saberlo, hallamos ángeles en el camino, fulanos que sin tener conexión alguna
con nuestra historia de vida aparecen para brindarnos su mano, seres de luz,
guardianes, Heraldos si los prefieren llamar así, el nombre es lo que menos
importancia adquiere, es el valor del agradecimiento y la capacidad de ver lo
que nos da sentido a la vida.
Encontramos personajes que nos ayudan sin pedir
nada a cambio, algunos, jamás los volvemos a ver en el camino, su función
metafísica era aparecer en ese momento oportuno, enseñarnos a vivir, enseñarnos
a comprender, seres o situaciones que debemos enfrentar para mejorar en la
vida, tomar postura de afectos y rituales, dar nuevo significado a todo aquello
que nos define, ser inmunes a la estupidez y honorables a la gratitud.
Cubrirnos con aprendizajes, dejarnos encontrar por
otros en el camino, dar oportunidad a nuevas experiencias, darnos el lujo de
vivir sin pretender conocerlo todo. Dejarnos proteger por la cotidianidad,
serles responsables a la cotidianidad, serles amigables a la casualidad.
Ser protectores de lo invisible, ser protegidos
por lo inmarcesible, por la osada manera de aplaudirnos en un eco sonoro de
timidez. Allí, donde reside esa cotidianidad, donde la rutina nos enmarca el
día a día es que dejamos paso al mentado infortunio para terminar nuevamente
presa del consuelo, visto de otra manera, evitar ser presas del olvido.
Aprender a estar protegidos por la vida.
AV