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Esperar a alguien puede ser un proceso que nos tome más
tiempo del que esa persona promete hacernos esperar, espera el resultado de un
proceso puede terminar inclusive más extenso que lo que podamos creer o querer
soportar. Esperar, en sí, ha sido siempre un asunto de verdades a medias, no
hay exitoso fulano que nos pueda compartir una espera satisfactoria, porque
incluso, en la más puntual de las esperas se nos hace injusta la llegada.
No somos los más idóneos para atender temas de partidas o
llegadas, nos sacudimos en excesiva ansiedad y damos fin a nuestra paz
interior, vamos idolatrando los afanes como un argumento para justificar los
términos de eficiencia y eficacia, nos alejamos de lo plausible, nos volvemos
inertes en un torrente de discursos, preferimos pasar del sustantivo al verbo y
del aquí al ahora. Vamos robotizado nuestra espera como un autómata que está a
la orden de cualquier directriz.
Cuando alguien parte es muy doloroso para quien se queda
el poder imaginar el tiempo que deberá de transcurrir para poder volver a estar
con aquella persona. Viajeros que emprenden aventuras en otras tierras y
prometen regresar a casa, quizás rebeldes que ven en la distancia argumentos
suficientes para explicar sus revoluciones y sinsabores. Damas y caballeros que
juntos acuerdan partir porque eso es lo que dicta el código de conducta,
prometiendo traer de regreso semillas de vida y frutos de nuevas generaciones.
Todos aprendemos a esperar, todos terminamos por ser
educados en espacios de ansiedad y locomoción, uno que otro incauto termina por
ser un mago del tiempo y sale con mejores excusas para no tener que esperar,
sea lo que fuera que tuviese que esperar. Nos desesperamos con facilidad al
punto de dar a la innovación las herramientas y discursos necesarios para estar
aquí y ahora donde necesitemos estar, inclusive, con quien necesitemos estar,
pero es dicha espera la que nos ha invocado en innecesarias súplicas de pausa y
calma.
No aseveramos la importancia de un saludo o un abrazo,
mucho menos comprendemos que al decir adiós puede que sea la última vez que
hagamos contacto físico, porque la vida es así, a veces ingrata, a veces
coqueta.
No entendemos la dimensión de las cosas cuando se nos
escapa una lágrima por aquellos que tuvieron que partir y a los que claramente
no pudimos despedir, porque simplemente se fueron. Pero seguimos pensando en el aquí y el ahora, seguimos
cuestionando nuestras razones para estar físicamente en un lugar y mentalmente
en otro, como si el do de la
omnipresencia fuera un requisito indispensable para vivir.
Porque nos preocupamos más por responder al que nos saluda
en el dispositivo de mensajería instantánea que por conversar mirando a los
ojos a aquel que nos dedica su tiempo. Porque nos ocupamos más en la nostalgia
por el que se ha ido que en dar lugar y sentido a lo que la memoria nos dejó en
el pensamiento.
Al partir un beso y una flor recomienda el poeta. Pero es
quizás menester entender que el mundo no es de poetas ni de sabios, es de
ingratos y nostálgicos, de melancólicos que dan más valor a lo ya vivido que a
la necesidad misma de vivir el momento siguiente.
Lo confieso por supuesto,
sigo pensando en el momento vivido, en ocasiones me sueño esa vida maravillosa
que me he prometido a mí mismo y que me esfuerzo por alcanzar, pero la ansiedad
no desaparece, la deuda del tiempo no descansa, es como si mi mente buscara de
manera inmediata llegar a otro universo, despedirse de un plano para
implementar mecanismos de comunicación con los que ya no están aquí.
Querer hablar con los que ya no nos pueden saludar, desear
decir adiós a los que se les olvidó que se podía hablar, a los desvalidos, a
los que nos escuchan pero no nos hablan, a los que nos observan sin entender
que ya no pertenecen acá.
Vigilantes del tiempo y testigos de la nostalgia.
No somos los más idóneos para atender temas de partidas o
llegadas, nos sacudimos en excesiva ansiedad y damos fin a nuestra paz interior,
como si preocuparnos fuera la solución.
Como si ocuparnos fuera la condición.
AV