16 de abril de 2017

Un Hombre




Ha pasado mucho tiempo desde que dejé la los actos sacramentales de lado en mi agenda del día a día. Quizás en un ejercicio de rebeldía o de pretensiones menos elocuentes, forjé caminos tallados en muchas emociones para dar respuesta a mi curiosidad y a mis temores en deidades y sucesos poco comprensibles.

En los últimos casi diez años viaje por distintas veredas de fe y de dogma. Aprendí a respetar aún en la desconfianza, a dejar pasar todo aquello que tenía algún sentido sacro pero que dentro de mi estela del juicio no cabría o sería aprobado. Un viaje de más casos de curiosidad que de redención como tal. Encontré pues en uno de esos caminos el punto de retorno adecuado para cada etapa de mi vida, terminando siempre en el mismo lugar, con las mismas preguntas, con nuevas preguntas. Con respuestas que en el paso de los días aprendí a apreciar, a darle sentido a lo que en otro momento era angustia o verborrea.

En los últimos meses, cerca de 24 quizás, retomé en ese desdén de la vida las preguntas que había dejado guardadas bajo la almohada. Las retomé para dar respuesta a las plegarías que retumbaban en las paredes del hogar familiar. Las retomé como el desesperado que busca las llaves, para darnos cuenta después del trayecto que siempre las tuvimos en el bolsillo.

Preguntas que me llevaron a reflexionar sobre esta vida y la otra, tiempo en los que aún tomando distancia del sacramento me daban suficiente energía y argumentos para rehacer el discurso en el que me habría desvanecida, quizás, con el juego limpio de la culpa (o la zozobra).

Comprendí que el hombre es hombre en las palabras de quien le pronuncie, que el niño será siempre niño en el corazón de quien lo estime y le lleve con amor. Comprendí que el silencio es la base de todo, no el fin de todo. Que el amor trasciende la tarima y se despliega sobre todo lo que llamamos llanura.

Durante estos últimos meses tuve la oportunidad de participar de tres actos litúrgicos católicos, en todos los casos tuve el impulso de comulgar el cuerpo de Cristo, a la final, todo quedó en eso, en el impulso de ir a tomar la comunión, sin embargo, detrás de tal impulso surgieron con la misma potencia muchas preguntas y deseos, nuevas reflexiones, caminos que empezaban a dibujarse en la llanura, como el trayecto que se despeja con la niebla.

Durante la mañana de hoy domingo de resurrección junto a mi enamorada asistimos a misa con el ánimo pues, de dar de parte nuestra, la entrega de amor y fe a aquello a lo que tanto le damos de vida. Así, con el corazón en la mano y llenos de vida y entusiasmo persignamos cada oración, palabra y recuerdo que consideramos, debíamos de ofrendar.

A diferencia de las dos oportunidades del pasado, dónde todo radicaba allí, en el pasado, en la misa del domingo de resurrección sentí las variaciones del alma y el cuerpo jugando a una partida de Ping Pong con cada pedazo de la memoria. Comencé a recordar cada juego de cartas que mi padre componía como oraciones para entregar al Señor, como el herrero que entrega sus mejores armas para el ejército del Feudo, mi Padre, con su amor y eterna plegaría, daba composiciones a cada Santo con sus peticiones. Recordé así, a ese hombre que me enseñó el don del amor, que me dio de su mano la fuerza para emprender cada terca idea, aquel hombre que con su nobleza daba el consejo no pedido, en el momento más adecuado que mi intransigente juventud pudiese reclamar.

El miedo del futuro, lo incierto de la vida, lo débil del cuerpo y el alma. 

Los temores de la salud y la prosperidad. Esos pedacitos de muerte que se van juntando en los anaqueles de la mente para desdibujarnos un escenario y construirnos otro de incertidumbre, miedo, angustia, de desespero. De canciones rotas, de decisiones a tomar. Nuevamente el pasado hacía presencia llevándome a la memoria de la infancia, donde el Padre Efraín daba misa en una humilde capilla.

Efraín fue de esos hombres que con su carisma lograba el afecto de toda la comunidad, donaciones, abrazos, flores, frutas. Un hombre que con su paciencia y muy joven edad demostraba que el sacerdocio era un oficio para todo aquel que quisiese de verdad dar su vida al Buki, y no, como se pensaba en mi infante vida, que era oficio de ancianos y sabios. Recordé cómo los niños (incluido el suscrito) buscaban acercársele y servir de ayuda en la misa, lo recordé como el Rockstar que fue.

El presente es un valor supremo porque es lo único que nos queda, porque de este se desprende cualquier futuro o se construye cada pasado, allí, en ese presente, me entregaba en olas de silencio a cada oración que la misa de resurrección premiaba, daba paso a la diatriba con cada recuerdo, con cada imaginario de futuro, pensaba en mi esposa y me aferraba a ella como única condición de mi tiempo.

Permitirnos entonces en un encuentro nuevo consigo mismo, hallar más frutos que cualquier jornada de Bingo en un cuartel de la tercera edad. Brinda la calma y el miedo que todo ser de mi edad necesita.

Me empuja como un juego de pulso en un reloj de pared, sentir emociones rebosantes de vida y de muerte, recordar lo que es ser humano, volver a preguntarnos todo, a exigirnos respuestas y a abrirnos caminos que la mente había sellado. A retomar nombres, paisajes, excusas, silencios, mareos.

Finalizada la liturgia y camino a casa no podía manejar mis silencios, como si mi mente jugase con ellos y diera sinfonía a cada recuerdo o a cada posible escenario de futuro. Buscar la calma al interior de la carne, lejos de la duda, cerca del corazón.

Recordar, para vivir.


AV

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