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Una campana suena sigilosa sobre
la pared, como una onda que rebota en el agua, se distrae en el sonido que
emerge. Una plausible sonata que paseándose por toda la casa es atrapada en la
mirada de un desubicado amigo.
Un sujeto que con las manos entrelazadas juega con cada falange de sus dedos para hacerlos tronar, quizás como respuesta al amable sonido de la campana, o como competencia a un trueno que afuera ilumina el paisaje de lo desconocido.
Descalzo sobre un peldaño paseaba
su mirada por toda la casa, la reconocía a medias, la desdibujaba en los
esfuerzos de su memoria, estaba de pie en el primer peldaño de un juego de
escalones que en forma de caracol invitaban a una sala acogedora, llena de
sombras y fugitivos. Abrió las manos y estirando los brazos como un triunfo
ante la vida, emprendió el paso, bajó un peldaño, luego otro peldaño, con la
punta de los dedos acariciaba el vacío, imaginaba paredes, parapetos, barandajes
que le dieran soporte.
Abrió sus alas, inmensa, oscuras, de un plumaje perfecto, colores varios la decoraban ante la inmensidad del olvido. Aquellas alas silvestres chocaban con incomodidad mientras bajaba cada escalón, sus piernas erguidas pretendían llegar abajo, sus pies, sucios y con las uñas largas sentían la incomodidad de cada peldaño.
Una ventana en frente de la escalera le reflejaba someramente, se soñaba hermoso y especial, su reflejo no daba a cabalidad una imagen completa de su caminar, todo era una ilusión, la expectativa de quien no entiende de donde proviene.
Al bajar el último escalón se agachó para tomar la punta de los dedos del pie, algo de asco producía la suciedad de sus uñas, pero el amor propio le invitaba a ser tolerante. Un ligero mareo le alertó, la presión sobre su cabeza no era otra que un par de cuernos que erguidos emulaban un canto de sirena. Gritó, alegó ante la ausencia de vida la ignorancia del cuerpo que al tacto descubría.
Se desprendió del silencio, en alaridos constantes buscaba un espejo, un cristal que le diera el reflejo del que ya no era humano. Recordaba que su primer nombre, de muchos nombres, era Anatolio. Un juego de su padre para compartir vida con su hermana melliza Ana.
- ¿Cuándo ocurrió todo esto? – Exhaló con una voz ronca, gutural más bien.
Caminaba asustado en la sala de
una casa que desconocía, las paredes le eran indiferentes y el suelo cubierto
de tablones de madera le daba dolor.
Recordó que su segundo nombre, de
muchos nombres, fue Juan, a secas. Se rascó la cabeza y dio un intento de
acomodarse en un viejo sillón que la sala de la casa tenía, sus piernas tan
largas como el tiempo no le permitían lograr una postura apropiada, sus
rodillas quedaban tan altas como su mandíbula.
Lleno de frustración saltó buscando
una puerta, una salida.
Recordó aquella ventana en la que
su reflejo deambulaba entro lo invisible y lo improbable, se acercó a esta
encontrando de modo sorpresivo un cristal que no se podía abrir, un cristal tan
sucio que su reflejo era una sombra sin contorno.
Algo se movía, alguien, un sonido
ligero de una campana le llegaba desde la parte de arriba de la casa, se giró y
buscando el sonido como si se tratase de algo palpable encontró flotando una pluma
muy bella, blanca.
Una fuerte luz apareció bajando la
escalera, dentro de esta, otra luz caminaba, amarilla, y dentro de aquella luz,
otra más ligera emergía, naranja, rosada, violeta, un juego de colores tan
extraño como todo lo que ocurría en aquella casa.
El sonido de la campana retumbó al
unísono de un fuerte trueno que aparecía a la distancia, del otro lado de la
ventana.
Aquel sujeto se asustó, tanto, que
despertó.
Un niño de algunos pocos meses de vida lloraba acostado en una cuna, junto a la cama de sus padres. Aquel niño que llegaría apenas a entender los pasos de la vida, lloraba con fuerza ante el terror absurdo de descubrirse nuevamente con cuernos y uñas largas.
Su nombre, Anatolio o Juan, dos de
muchos nombres que tuvo, era aun desconocido, estaba a la espera de que sus
padres le dieran la identidad de esta era, de un mismo mundo.
Un nombre.
AV.
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