Imagen tomada de: https://www.ebay.com/itm/196019961745
Nos encontramos a la hora pactada.
Ella, bella como cada idea en la que suelo convertirle, yo, como cualquier ingenuo, a la expectativa de un saludo formal.
Nos disfrazamos de amigos para entrar en el amable gesto de la consejería, nos disfrazamos de desconocidos, para poder conversar sobre la infancia y las historias que nos han dado una pauta en el ejercicio de ser adultos. Nos disfrazamos de hermanos, siendo ambos hijos únicos, para entendernos en los dolores de esas experiencias de soledad y curiosidad.
Fuimos conversando sobre todo lo que nos permite la vida configurar, caminamos con las palabras en cada paso, nos ajustamos en amables silencios. Silencios que para mi son importantes, porque en el silencio es preciso donde suelen florecer las más bellas intimidades de quien tiene algo por decir, del grito que busca en confesión dar todo en un solo intento.
Silencios que con cada paso fuimos llevando de un restaurante a una cafetería. Conversamos, porque teníamos historias pendientes de un ponqué y un café.
Nos inventamos juegos, y en este
empezamos a adornar a una sencilla estatuilla de una gata, de esas que hay en
múltiples escenarios de producción artística local. La elegimos, porque era el
momento de elegirla.
Ella, con su sonrisa me preguntó: ¿Y cómo la vamos a pintar?, yo, que vengo de un universo en tonalidades Technicolor, asentí con un breviario de esos que ya poco se ven:
- De todos los colores.
Siempre caemos ante la sorpresa, no importa el color.
Ella pidió un Té de frutos rojos, algo salvaje y placentero para quien quiere dar calma a un alma joven, Yo, huyendo de mi superyó, reiteré la costumbre de tomar una taza de café americano.
Otra taza, para contar otras historias.
Hablamos de temas que incluso se me hacen en exceso vivos a pesar de que fueron situaciones vividas en el tiempo pasado, desde los años noventa hasta aquellas invocaciones de tiempos indefinidos.
Conversamos, porque teníamos algo que dejar ir, algo que acompañase a un Té de frutos rojos y un café.
Ella, adornada con una sonrisa en el rostro me daba la orientación suficiente para yo construir ideas de un mundo inevitable. Yo, con la mirada perdida en dos universos color marrón, me guardaba las palabras para así no perderme.
Pintamos a la gata con los colores que elegimos, fuimos dejando salir de manera creativa las palabras, las preguntas, las anécdotas y cómo no, los silencios.
Fuimos dejando escapar a cada niño de nuestro lugar, a aquella niña que podía levitar, a aquel niño que de manera insensata se encerraba en la música.
Dejamos a los colores abrazar a la gata para que fuera una sola en medio de dos contadores de historias.
Al finalizar la tarde, nos levantamos y mirándonos fijamente nos preguntamos:
- ¿Y ahora quién paga la cuenta?
Con una ligera sonrisa nos pusimos de acuerdo y dejamos los cuentos elevar por todo el espacio de la cafetería:
- La gata invita.
AV
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