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Siendo las ocho de la mañana del
lunes 01 de agosto, el silencio se levantaba por todas las calles de la ciudad,
una pequeña parcela olvidada por Dios que había encontrado el amor por los
animales de una manera pintoresca y callejera. Durante cerca de doce años
vieron correr entre las esquinas a diferentes razas y tamaños de perros, unos
más juguetones que otros.
Profesiones como la veterinaria y
la nutrición animal vieron emerger en dicha parcela, insisto, olvidada por Dios,
sus ingresos, incluso aparecieron nuevas ideas de negocio como peluquerías,
baños relajantes (SPA), centros de cuidado y hasta transporte vehicular
especializado para cada can.
La muerte de Muñeco, precedida por
la de Joaco, fueron sucesos que levantaron la indignación de todos, de una
parte algunos alegaban falta de planificación de la Secretaría de Salud
municipal para atender riesgos de enfermedades, como ocurrió con el coquer
español, negando entre sí, el ciclo vital del tiempo y sus perros. De otra
parte los más intensos y emocionalmente afectados con el caso, exigían a la
policía provincial salir en la captura del irresponsable conductor, un
desconocido señor que transportaba pasajeros de un olvidado pueblo de Dios, a
otro olvidado pueblo, quizás, del mismo Dios.
El Alcalde Municipal, Don
Eustaquio Herrera, vestido de camisa blanca de lino y un pantalón verde oscuro,
con chaleco verde oliva y su menos elegante, bigote de pelaje marrón, saludó a
la muchedumbre prometiendo investigar a fondo el caso del accidente con el bus
intermunicipal. De otro lado dio un vergonzante discurso en nombre de todos los
caninos fallecidos, resaltando la noble labor de los veterinarios y sus
campañas animalistas de prevención de plagas, enfermedades y cómo no, perros.
Algunos ciudadanos, como Marcelo Alberto
Penagos, de profesión abogado y de vocación músico, rechazaban las palabras del
burgomaestre, las recibía como una ofensa en específico, por la no
planificación oportuna de recibir a una siguiente generación de caninos, esos
seres que se tomaron las calles de una ciudad, olvidada por Dios, dando quizás
la felicidad que dichos hogares se habían limitado a recibir.
Los discursos duraron un par de horas,
el siguiente acto fue una misa católica precedida por el capellán, Don William
Orejuela, un moreno con vocación católica desde infante.
Finalizados los actos
protocolarios, los representantes del sector alimentos y licores, como
empresarios y amigos de la causa, brindaron alimentos y bebidas alrededor del parque
principal, el parque Bolívar, dizque para enaltecer a quienes ya no están. Hubo
música, hubo tristeza, comieron tamales, comieron arroz, comieron pollo y
también pierna de cerdo. Bebieron aguardiente, las damas tomaron sabajón y
crema de feijoa, las más atrevidas, algo de ron con cola.
Iniciaba una fiesta de despedida
en un día lunes cualquiera en un pueblo cualquiera olvidado por Dios.
Alrededor de las tres de la tarde
mientras el sol iluminaba el sudor en la frente de cada célebre ciudadano, un
bus intermunicipal cruzaba de regreso la avenida principal, esta oportunidad
llegaba despacio, como una carroza fúnebre que quiere recibir flores en el
trayecto. Don Aníbal Estrada, el propietario de Muñeco, quien con tristeza y
mucho licor en la sangre alarmaba a todos del avistamiento del bus, se lanzó
sobre la vía para esperarlo, no tenía el machete en el cinto de su pantalón,
pero sentía que era el guerrero más poderoso de la patria. A su lado se apostaron
varios jóvenes, igual de alicorados, algunos ancianos observaban sentados en la
plazoleta, mientras alzaban la copa transparente de licor.
El bus se estacionó ante la imposibilidad
de poder avanzar con tanta muchedumbre reunida sobre la vía. Un señor de obesa
presencia bajó despacio dejando sus pasos en las escalinatas de hierro, sobre
sus manos cargaba un cachorro de pastor, no había claridad si era alemán, belga
o criollo, como el sentir de quienes le recibían armados de ira en la vía.
Presentó sus respetos, se hincó en
el polvoriento camino al lado del bus y dejando fluir sus palabras con algo de
llanto, dejó en claro que jamás fue su intención el accidente, de hecho, estaba
allí para remediar su error.
Todos escucharon, Don Aníbal, algo
mareado por el calor y las dos botellas de licor que había compartido con sus
hijos, miraba de reojo, entendía el clamor del chofer y en este, la intención
de repatriar el dolor a otro sentir.
Bajó la cabeza como señal de
perdón.
Abrió los brazos y ayudó a
levantar al obeso conductor, le dio un abrazo y recibió en sus manos al
cachorro de pastor, le besó la cabeza y lo alzó como un trofeo: ¡Será un nuevo
comienzo!
Todos los presentes aplaudieron,
el alcalde Herrera sonrió como si se tratase de un triunfo político.
En ese momento doña Patricia Alcaraz,
con el cabello húmedo de sudor y las manos brillantes, también de sudor alzó la
voz reclamando la propiedad del cachorro de pastor. En unísono otro ciudadano
exigió derecho de propiedad, seguido por tres más.
Todos se sentían dueños de ese
pequeño ser de cuatro patas y nariz fría.
El Alcalde Herrera, con el chaleco
puesto sobre el espaldar de una silla y una gota de sudor colgando de su
mostacho, entró en escena declarando al perro aquel, propiedad de la
municipalidad.
Con el perro en brazos, se retiró de la multitud en dirección al despacho principal, allí, se dio vuelta y con el perro alzado dio la señal de que todo estaría bien.
Algunos inconformes bajaron la
cabeza pero dieron crédito a la intención, otros como Don Aníbal sentían el
deseo de salir corriendo a traer el machete y exigir lo que le era suyo.
Patricia miró a su esposo con
reproche y le ordenó ir por el animal.
Todos con la violencia que el amor
por lo ajeno emana, comenzaron a manifestar los argumentos que le daban derecho
sobre el animal que ahora era un bien municipal.
El joven Ricardo le pegó a
Mauricio porque lo empujó, Don Francisco le gritó a Patricia quien con una cachetada
le devolvió el improperio. Aníbal sin su machete pero lleno de valor, extendió
golpes de puño a un fulano que también devolvió los golpes.
Una comunidad que clamaba en
llanto la pérdida de Joaco y Muñeco, ahora se embestía desde adentro en nombre
de aquel que ahora estaba en manos del burgomaestre, quien desde las escalinatas
era testigo del odio de su comunidad.
La fiesta estaba desapareciendo para
convertirse en una pelea monumental, de esas que quien quedase en pie, exigiría
como trofeo al cachorro de pastor.
El alcalde previendo tal escenario
se encerró en su despacho, sin avistar que Maicol Baena, el patrullero de su
escolta, empezaba a desear al perro aquel, como su propiedad.
Dos disparos de arma de fuego sonaron
al interior del edificio municipal, mientras afuera, alguien rompía una botella
para defenderse.
AV.
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