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El palacio de la
memoria es ese lugar donde vamos resguardando nombres de personas, lugares,
contraseñas y experiencias. Es de gran utilidad para esos que sufren de
amnesia, para aquellos que no recuerdan un nombre o se les dificulta el poder
relacionar nombres con rostros, es un lugar ficticio por supuesto, allí residen
miles de ideas, se le da hogar a múltiples pensamientos y se protegen las más
sensibles emociones del pasado. Es un palacio del tamaño de cada dueño,
producto de su creación y su fortuna, puede ser una gran catedral o un
interminable laberinto. Para otros puede ser simplemente un archivador, o un
catálogo de datos de la A a la Z.
Nos dejamos
consumir como una vela que se enfrenta a la tormenta, o como el tedioso viaje
en bus que nos confronta con el silencio de una calle congestionada, nos vamos
desdibujando e inclusive vamos apartando cada recuerdo a su lugar de origen.
Somos selectivos y como consecuencia damos prioridad a los recuerdos, quizás
como mecanismo de defensa o tal vez como una impresentable costumbre de querer
vivir mejor, de mudar de piel.
Anhelamos los
cambios y los transformamos en conductas, le damos a los hábitos pequeñas dosis
de cortesía, de solemnes canciones, de pendientes por cancelar.
Imaginar una
casa que nos de refugio, construir en la sala lo más importante de nuestra
vida, cada detalle decorativo, cada espacio apropiado con nuestra identidad,
dar a las paredes imágenes y nombres que den un punto en la historia, adornos
que quizás se resumen en momentos de felicidad. Ambientar con canciones los
silencios de cada rincón.
Una casa que se
convierte en refugio para el tiempo que se queda, un hogar de sigilosas pausas
que se dan en la vida, el tamaño puede variar por supuesto, puede volver en sí
un palacio o una cueva, disfrazarse de bodega, servir de resguardo a todo lo
que en los años vamos almacenando.
Una casa que
compartimos cuando amamos a otra persona, cuando damos a esos amigos un lugar
especial y los dejamos entrar, los dejamos apoderarse de nuestras emociones y
les damos las llaves para que nos cuiden, nos den su belleza en lo más noble
del corazón. Pero los años pasan y con ellos los amigos, algunos van
desapareciendo, como desaparecen los colores en las paredes después de mucho
tiempo, o como los juguetes que dejan de ser juguetes y poco a poco van dando
otro orden a la habitación.
Muchas historias
que se refugian en habitaciones varias, cada una con su grado de importancia, con
sus defectos y virtudes. Somos arquitectos de lo mundano y con ello damos forma
a lo que suponemos, puede ser trascendental. Memorizamos para construir vida,
para algunos más osados, construir vidas paralelas.
Una casa es un
bonito lugar para cuidar, para transformar con el tiempo que vamos ganando, es
por igual, un deseable establo para dejar fluir los olvidos, esos agujeros que
aparecen en sus esquinas y se van desvaneciendo como la niebla, como las ideas
perdidas o los encuentros furtivos. Es un hermoso lugar de descanso, donde
vamos cosechando atardeceres y le vamos ampliando el mobiliario: aparecen
visitantes, nuevas decoraciones, diplomas en las paredes, alfombras y
electrodomésticos, vamos pues, hasta menguando los paisajes de cada ventana.
Al madurar
(supongamos que eso sea posible), vamos
modificando la casa, quizás ya no sea de fantasía sino, un lujoso apartamento,
un palacio o quizás una casa más grande, con jardines y hasta ventanales para
atrapar el sol, le vamos dando al deseo la licencia suficiente para decorar sus
nuevas paredes, para darle un ambiente a vida, a cambios.
Nos agrada la
idea de querer desocupar la casa para volverla amoblar con nuevas experiencias,
ideas. Y es que así como los amigos y los amores van cambiando con el paso de
los años, los miedos y anhelos se van transformando, algunos para crecer y otros
para destruir; pero llegan otros personajes a llenar la casa con sus sonrisas,
nuevos ambientes y agradables maneras de relacionarnos, como si apareciese un
patio de juegos o un jardín trasero para reuniones sociales.
Debemos siempre
tener la postura de desaprender en la vida, vaciar nuestra mente, nuestra casa,
dejar ir lo que sabemos y con ello, nuestras mañas o convicciones, para así
permitirnos ingresar nuevos conocimientos, llenar la casa, la jarra de agua,
dejar que nuevas ideas nos iluminen para así poder darle forma a esos
prejuicios del ayer, entenderlos y quizás, fortalecerlos o desaparecerlos.
Debemos ser una constante fuente que renueva nuestra imaginación y
conocimiento.
Hoy los
habitantes de la casa son otros si los comparamos con los de hace 5 o 10 años,
nos vamos arriesgando a que algunos se queden u otros muden para jamás volver;
el cómo siempre será importante, porque no se trata de llenarnos de ideas o
conocimiento sino, de saber cómo ingresar cada día a esta, nuestra casa.
Aprender a
pintar las paredes de vez en cuando, aprender a vaciar la casa.
AV.
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