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Comenzamos a caminar por entre carpas y largos espacios de expectantes
civiles, comenzamos a adentrarnos en el rumbo de una tarima. Observamos
artesanos y emprendedores, jugamos a ser consumidores, nos volamos en una vaivén
de ideas y antojos; caminamos porque era lo mejor que podíamos hacer mientras
recorríamos decenas de carpas adornadas por el comercio, llegamos ahí, a donde
era mejor quedarnos.
Estiramos la manta y nos ubicamos haciendo eco de un pic
nic un poco alejado de su real condición, estábamos los dos, enamorados,
tomados de la mano, sonriendo, observando el escenario, observando los árboles
adornados por faroles y rodeados de ciudadanos igual de expectantes que
nosotros, era de noche y hacía calor, nos tomamos una cerveza, luego otra, y
así hasta contar dieciocho en una noche musical.
Era el año 2015, por supuesto.
Comenzamos a caminar por entre los carros, nos dejamos confundir con
la presencia de muchos y pocos, observábamos los rojos edificios de una
universidad imponente y llena de jóvenes variopintos. Caminamos, porque no
teníamos mejor opción que seguir haciéndolo hasta donde los carteles informaban,
entramos sin dificultades porque mi madre era profesora en dicha institución y
bueno, porque eran los mejores días del veranos. Llegamos a una cancha de
fútbol en cemento, a su lado una pizzería y una heladería, ahí estaba la
tarima, sencilla para nuestros días, pero majestuosa ante nuestras miradas.
Nos sentamos en el césped a esperar, estábamos los dos, felices como
un par de amigos, sonriendo, observando el escenario, observando los adornos de
una sencilla universidad, rodeados de estudiantes igual de expectantes que
nosotros, eran las tres de la tarde y comenzaba a llover, nos tomamos una coca
cola en una lluviosa tarde musical.
Era el año 1997, por supuesto.
Comenzamos a caminar por entre calles y negocios, el frío de la ciudad
no era tan frío ya para nuestra cotidianidad, sumergidos en el encanto de la
música conversábamos sobre esto y lo otro, sobre aquello y una que otra
temática particular. Paramos a comprar un par de arepas con queso, seguíamos
conversando. Subimos al apartamento y nos sentamos a esperar a Maritza, porque
claro, ella siempre llegaba tarde a todas partes.
Rodeados de música, de historias para contar, de la memoria de los
años noventa, del rock de los años ochenta, de las preocupaciones del nuevo
milenio, del cigarrillo y el vino, de la soledad de los inteligentes, de las espesuras
del amor y sus demonios. Nos sentamos expectantes, rodeados de cuentos y palabras
de todo talante, los dos, como dos amigos que se conocían cada día más, como dos
fulanos absorbidos por el ocio pero encantados por la música de El Dorado.
Era el año 2002, por supuesto.
La noche comenzó a darnos su calor y allí como dos enamorados,
conversábamos sobre lo que era y ya no es, sonreíamos con las ocurrencias de
los amigos presentes y de los que se presentaban de manera casual entre la
multitud. Bromeamos con aquello y con lo otro, sentados a modo de pic nic le
dimos inicio pues a nuestra cita sabatina, nuestro momento de compartir,
alrededor de las nueve de la noche salió Aterciopelados a cantar, disfrutamos a
más no poder, quizás en el fondo yo los estaba esperando desde hace mucho tiempo
y es que sus canciones me pertenecen en la memoria, en el imaginario de los que
se fueron, los que no están pero que a bien recuerdo; canciones que a hoy día en
pleno 2015 son una complicidad de lo cotidiano.
Recordar entonces esa tarde lluviosa en el año noventa y siete con
pachito, cantar Florecita Rockera bajo la lluvia en un torrente de
inexperiencia y excesiva juventud.
Recordar entonces esas tardes en mi apartamento en Bogotá, aquel dos mil dos con
diatribas y bebidas, al buen César Muñoz, gran hombre e ingrato amigo, sus
ocurrencias y virtudes, sus cotidianas tragedias y su Bolero Falaz.
Ser agradecidos claro, porque son ahora los sueños en el 2015 los que se construyen, los que se fundan en pareja, permitirnos vivir el aquí y el ahora, dejar de ser exageradamente nostálgico y disfrutar del pic nic cantando La Estaca mientras nos abalanzamos en una noche llena de cerveza y buena energía.
Recordar aquel álbum de El Dorado,
adentrarnos en cada canción y dar cabida a lo esencial que nos permite la
música vivir. Entender que una nueva etapa en la vida ha sido bienvenida por
Aterciopelados, como si fuese una cita que estaba pendiente.
Como si fuese una nueva historia para el noticiero de lo cotidiano.
AV
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