"Marshy
the Marsh Cat" By: Paula Villanova
Me
encuentro con maletas listas y a disposición de emprender mi viaje de rutina a
las húmedas tierras del Chocó. Calles polvorientas que hacen un Quibdó una
capital natal que se desvela entre el comercio y la expectativa de una mejor
calidad de vida, de una ciudad que se sonríe a sí misma en medio de los calores
de un sol que no da tregua a los
desesperados, de un cielo que se descubre al majestuoso río atrato pero que no
es tolerante con las avionetas que en desespero buscan salir del caraño.
Tanto
que nos llenamos de historias en cada viaje, que nos envolvemos en el lenguaje
de la melancolía, donde las canciones se van desvaneciendo en un radio que
pierde su fuerza, que deja su energía en unas pilas agotadas, en una esquina
donde se comercia cerveza y se espera a que llueva, o a que deje de llover, a
la final el juego es esperar, ver la vida desfilar en fundaciones y
organizaciones de ayuda social, vernos reflejados en locales que se remodelan
apresurados, porque hay que vender.
Recorrer
las calles es viajar en medio de un bulevard que no quiere servirse al
progreso, una ciudad que no debería jamás enfrentarse a las intolerables
convicciones del tiempo, ya lo mentaban los juglares en el alto Magdalena
cuando observaban al progreso como un demonio, como un inmenso tren que
arrasaba con todo lo que se le cruzara.
Una
ciudad que se deja coquetear por todos, porque sabe que todos quieren estar con
ella pero no para ella. Una ciudad que se lleva en el corazón de los poetas y
bohemios, una ciudad que ve a sus hijos despejar las calles con el paso de la
edad, jóvenes que encuentran en Medellín o Bogotá recetarios para su
melancólica historia de vida, noches en que el fuerte viento canta con el
silencio, fuertes brisas que dejan su lamento en los recovecos de edificios
lejanos.
Noches
que se desviven en una fiesta constante, una parranda que se construye no para
la celebración sino, para la distracción. Aprender a entretenernos en el
rutinario don de la música y la palabra, acostumbrarnos a ocupar el tiempo
libre en canciones, los más afortunados, en programas de televisión.
Nos
recordamos en esperanzas, porque no las vivimos de infantes. Nos especulamos en
proyectos y soluciones a crisis que llevan más imaginarios que problemas,
porque la crisis del Chocó no es su pobreza, es su amplia brecha con el mudo
real: En el mundo real no se es permitido vivir de la naturaleza y ser fieles a
la belleza interior. Se exige lo contrario.
Grandes
juglares viajaron por los pantanos y trochas de la gran Colombia, dejaron en
sus caminos mujeres embarazadas, hombres heridos y despechados, botellas vacías
de licor, pañuelos renegados al olvido, dejaron muchas letras y miles de
lamentos. Más que un trabajo social, ser juglar se convirtió en la primera
mitad del siglo XX en un oficio intelectual, un recetario de reconstrucción
histórica.
Grandes
desafíos que terminaron en leyendas. Ciudades enteras se vieron forjadas con
vallenatos y poemas, el gran porro y la cumbia que fueron dando a la voz
femenina esa tristeza que la compañía no podía
calmar en los tiempos de azules y rojos. Aquellos generales que
enamorados de la mujer equivocada comprendía que la guerra era mejor imaginarla
que vivirla.
Tiempos
de amores y esperanzas que se tacharon con el bareque de los nuevos vecinos,
igual a los desplazados que fundaron el ficticio Macondo, llegaron desde
Fundación y muchos otros lugares, ese mágico país costero que se re fundó en el
desespero, ese espejo que en la segunda mitad del siglo XX tuvo que vivirse en
el otro país, el del pacífico.
Aquellos
juglares del Pacífico no fundaron ciudades ni dejaron leyendas, no hubo hombres
heridos ni militares enamorados, porque en estas zonas el amor es de otro tono,
el hombre es más institución que persona, se es justo con el poderoso y cruel
con el despojado de esperanzas. Recordarnos en miles de estrellas caídas, en
cuentos de esclavos y resentimientos. No es pues escribir sobre la desgracia de
un pueblo unido sino, aprender a conocer a un pueblo que aun unido, tuvo que
sostenerse entre lágrimas y violencia, porque su problema jamás fue de pobreza.
Reconocer
una tierra de tradición europea en la miseria misma del olvido, de un majestuoso
río que se presume de valiente pero que nadie lo quiere navegar porque los
bandidos esperan más arriba en la ribera. No se permiten morir historias ni
anécdotas, pero se nos hace mejor hablar de la industria cultural y la no tan
recordada leyenda paisa, del país paisa por conveniencia y necedad, de esa
terquedad que a la final se quedó en cada calle y hogar.
Reinventar
el cuento o dejarlo morir, no hay tradición oral que de continuidad a los
juglares olvidados, a esas guitarras que entonaron melódicas notas de borrachos
y bohemios. La percusión y la marimba que más que una fuerza musical fueron una
revolución en sí, porque la iglesia siempre ha sido amiga de lo establecido y
no de la tradición local.
Lo
cultural se hace inmarcesible, los agentes culturales en su parte terminan
siendo más perecederos que las instituciones que dicen defender.
Ahora cada
calle tendrá de adorno el mejor mensaje del mundo, porque estamos en campaña y
el progreso hay que traerlo.
Porque
ellos – dicen – son el cambio.
AV
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