Sentarse a escribir
no es que sea sencillo, con el paso de los años vamos perfeccionando tal menester
o, lo vamos desmejorando, de alguna manera fallamos en la redacción o en el uso
en ocasiones, excesivo, de ciertos signos de puntuación o reglas ortográficas
que se nos pasan por alto.
De otra parte,
vamos volviéndonos cada vez más mezquinos y exigentes con el uso de la
ortografía y redacción en los escritos de otros. Corremos a corregir al que
falla en una publicación o comentario en redes sociales, al que nos escribe en
los servicios de mensajería o sencillamente, al que se deja descubrir en una
nota de prensa.
Escribir es un
oficio para unos, para otros como yo es una herramienta que se limita a mejorar
el qué hacer de mi profesión. La docencia como ejercicio profesional se me
convierte día tras día en una campaña permanente de crecimiento personal e
intelectual, el sentarme a preparar material de enseñanza lleva consigo esa
reflexión constante acerca del don de escribir o para algunos, del coco de
tener que escribir. A saber de sus mejoras constantes, a conocer con profundidad
las reformas que las normas de publicación escrita data en cada año, a soportar
los dolores de cabeza de quienes nos lee cuando faltamos a dichos formatos o
damos por sentadas ciertas “pequeñeces”.
En estos
tiempos de crecimiento profesional es que hallo en la escritura de mi documento
de grado, un grado más, otro afiche para ubicar en la pared si así El Buki lo
permite. Dicha escritura es esquiva, se la juega siempre, porque el hablar en
un Blog en alguna red social lleva consigo un lenguaje común que se aleja por
completo del lenguaje académico, es allí donde reparo mi tiempo la lectura de
escritos de otros pares académicos para así sumergirme en dicho lenguaje
académico que para la época, siempre guardamos bajo llave.
Es difícil, sin
importar la constancia de los días o meses.
El lenguaje debe siempre ser ajeno
a la voluntad del escritor. El académico debe ser siempre distante al lector,
ser imparcial e insensible si es el caso, en cambio, el poeta nunca miente, le
es imposible mentirse a sí mismo en sus letras, negarse a las posturas o no
querer interpelar a quien le lee y le retroalimenta.
La academia
disfruta de las interpelaciones, sin embargo, les exige un grado de profundidad
que en ocasiones solo se limita a la réplica, por su parte, el poeta se sumerge
en sus ideas sin darle lugar a los argumentos que otros puedan evidenciar o
sugerir; una diatriba que se nos hace compleja vez tras vez cuando es el arte del
escribir un oficio que constantemente se mezcla entre las aulas y la
cotidianidad.
Es pretender
exponer nuestras ideas y las ideas de otros, fundamentar todo como un juego
único de especies y comenzar a visibilizarlas con un sentido y una lógica
única, en ocasiones, egoísta.
Cuesta
esforzarse para dar lugar a cada ritmo de escritura, lleva en su pasaje una
identidad que almacena en ella la misma información, que lleva a las motivaciones a ritmos
diferentes, desde las banalidades de una noticia cotidiana o la indignación de
una calamidad nacional, desde las ideas de un viejo remitente que quiere
proponer mejoras u observaciones a un asunto de interés sectorial, hasta las
mismísimas teorías del tiempo y la humanidad que se van replanteando con el
ciclo de los años.
Permanecer en
dicho estado de lectura da como frutos el retomar el discurso oportuno, los
atajos y comandos para una mejor forma en lo que se escribe y lo que se
desea comunicar. No es que se trate de un ejercicio permanente de lectura, pero
sí de hallar referentes que lleven el mismo corte de contenido de lo que uno
pretende comunicar en algún momento, intentar sumergirnos en breves (no tan breves)
discursos de reconocidos investigadores, institutos y hasta asociaciones de
profesionales que discuten eso que uno ha dicho, es su tema de interés.
Pero también
es poesía, es una prosa inconfundible de verborrea que se asoma en cada página
inclusive de entidades académicas bien reconocidas.
Es cómico, quizás,
precisamente porque la academia no tolera la comedia y la improvisación en sus
páginas, mucho menos los estamentos nacionales e internacionales de evaluación
científica (como se lee de bonito), es entonces, un juego de roles y de egos
que se asoma en los textos, porque también existen los grandes pensadores de la
nada que publican interesantes aportes académicos en una primera versión y
siguiendo dicha línea de estudio comienzan a derivar sus letras en el mismo
mensaje pero con otro tono. Se expanden en
la mayor cantidad de vacilaciones al punto de recitar sus investigaciones (del
mismo tema pero con múltiples matices por impresión) como si se tratasen de
dogmas. Allí es donde la comedia también huye, porque no queremos ser expertos
de la nada, ni claro, ser récord olímpico de verborrea.
No somos
entonces dados a la escritura como la pulcra labor que tanto enorgullecía a
poetas y escribanos, ni nos damos esas lides de identidad y helio en el ego,
pero somos humanos, mundanos, somos además, ingenuos.
Nos
convertimos por temporadas en académicos y en poetas, en docentes y en
blogueros, en amantes de lo inverosímil y en expositores de lo imperceptible.
Nos hacemos invisibles en ambos casos ante quien nos lee, pero sin que nos
encuentre, nos desnudamos con las ideas que de allí emanan.
Nos
convertimos en maestros de obra, mezclamos el cemento con el mismo decoro con
el que mezclamos las emociones ante cada idea que queremos plasmar.
Sin importar
que al final nada terminamos por decir.
Por anunciar.
AV
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