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Esta semana de viajes y
deberes, tuve la oportunidad de reunirme con la Decana de la facultad de
humanidades de una prestigiosa universidad. Conversamos de lo bueno y lo malo
de la democracia, de los retos de la región para con la comunidad y claro, del
reto que la academia asume a diario con la política.
Vimos de reojo el resultado de
las elecciones recientes y con ello comprendimos que gran parte de la población
está aun permeada por los vientos del miedo y el costumbrismo político, no
sabemos si se trate de un caudillismo con rejo o si por el contrario, es una
apatía elevada la que legitima a los pocos que salen a votar por los mismos de
siempre, como se expresaría mi madre o mi abuela cuando este tema sale en la
mesa.
Abrimos el panorama a todo tipo
de debates, desde la inter-culturalidad hasta la banalidad misma de los informes
que el Ministerio de Educación demanda a sus instituciones de educación
superior.
Recordé a modo de anécdota
aquel tiempo en que ejercí mi labor profesional para la realización del
registro calificado de una universidad privada en el sur-occidente del país, le
compartí mi visión de las exigencias que con decoro realizar el Estado a sus
universidades, de cómo un buen plan de trabajo y una seria estrategia pueden
servir de base para obtener sin mucho sufrimiento la aprobación en el proceso
en mención. Más con satisfacción que otra cosa, explicaba a mi compañera de
mesa de la importancia de lograr procesos y dar importancia a todos los
detalles, en especial si de certificar a la institución o al programa se
tratase.
Pasamos la página y ella
comenzó a compartirme un poco de su vida, mencionó su profesión y luego la
posterior formación en posgrado que tuvo. Coincidimos en una universidad y de
un salto recordamos de lo bueno y bello que es ser de la estirpe de Javier, de
cómo una identidad nos forja como hermanos y nos comprometemos en ayudarnos en
cualquier camino que la vida nos encuentre.
Proseguimos en la reunión – de la
manera más informal del mundo – y comenzamos a revisar la propuesta de
formación académica que de mi parte se había entregado el pasado mes de
septiembre. Fue grata la respuesta, gustó y convención, tanto que se dispuso el
debate a revisar la viabilidad o no de subir de categoría el documento y convertirlo
en un proyecto de formación en Posgrado. Ahí comenzamos a deshuesar al humano
que todos llevamos dentro.
En primera instancia dialogamos
sobre la urgencia de comenzar a crear programas de Maestría en la facultad para
con ello mejorar las posibilidades de alcanzar una acreditación institucional,
sueño que toda institución de educación superior tiene, y para esta oportunidad
mi propuesta académica caía a la perfección, ¡qué mejor que una maestría en
temáticas sociales!
Continuábamos la cita, exponía
mi interlocutora que crear más especializaciones no sería del todo una buena
idea pues ya contaban con 2 programas de especialización en una facultad que tiene
pocos programas de pregrado, lo mejor sería ir por la senda del Magister, si bien
el interés rondaba por las ciencias sociales, no hallaba aún una ciencia que le
respaldara la idea misma de crear el programa y al llegar mi propuesta
comprendería pues, que el reto estaba en las ciencias sociales y las ciencias
administrativas como un híbrido de herramientas y conocimientos.
De mi parte todavía no concebía
que un decano de una universidad dictara tal propósito como un tema
rutinario de agenda, quizás mi condición de consultor externo me daba esa idea
o tal vez, mi desapego con la región me permitía entender la falla de tal caso,
pues se buscaba más un programa por cumplir un mercado que una propuesta que
respondiera como tal a la región.
Las reflexiones son necesarias
y con ellas el debate académico, siempre abiertas las posturas a cada caso y si
no hay caso, pues dejar que fluya entonces el argumento por su propio cauce, a
la final cada intento de razón cae en otro intento de razón, la ratio cae pues en una espiral de motivaciones y pocas
veces, encuentra en ello nuevas inspiraciones epistemológicas.
Desde el escritorio y con la
informalidad de la conversación, proseguimos con el anhelo de posgrado, ahora
la decana dejaba en evidencia su interés por una propuesta que sentara sus
bases en la Sociología como ciencia social o, en la Comunicación Social como disciplina
de reflexión, inclusive girar en torno a las humanidades o preferiblemente
hallar un punto de equilibrio entre la gestión y la ciencia y allí es precisamente
donde llegaba yo.
Siguieron las vacilaciones y fue
allí cuando sentenció la conversación o por lo menos, mi interés por el
proyecto: (…) dentro de las ciencias sociales a considerar y viendo los
profesionales a entregar a la región, no vemos a la antropología como una
propuesta académica viable, pues nadie sabe a ciencia cierta para qué sirve una
maestría en esta ciencia.
Guardé silencio, porque eso es
lo que hacemos los guapos.
Cerré mi cuaderno, porque eso
es lo que hacemos cuando terminamos de prestar atención.
Crucé mis piernas como los
doctores de la capital y mirándole fijamente sentencié con una humilde pero muy
poco discreta frase: Qué interesante, ¡cuéntame más!
La decana prosiguió su
exposición de motivos y fuimos llegando poco a poco a acuerdos y tareas de
parte y parte para con la propuesta, permitirnos construir entonces nuestra
meta académica y dejar la documentación necesaria para un escenario de trabajo
viable para el año 2016.
Al salir de la oficina no
terminaba de entender cómo era posible que alguien con tales credenciales diera
un no rotundo a la antropología como ciencia, más si de una universidad se
trataba, más si la región la demanda, y mucho más si la movilidad académica y
estudiantil le permite a cualquier fulano desempeñar su profesión fuera de la
tierra que le vio estudiar.
Al llegar a la portería de la
institución educativa y como un cómodo aplauso de la vida encontré un monumento
que edificaron en los años 70s como homenaje a la diversidad y a la academia,
el mismo en su placa conmemorativa expresaba lo siguiente: “(…) Conocimiento en biodiversidad étnica y cultural”
Ironías.
AV
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