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Nos aferramos a
la melodía del día a día, a las palabras que brotan en un sonsonete de excusas.
Somos presos de una ansiedad que se contrae en cada músculo, que se desliza por
entre el tallo de una palmera, sobre el brillante baldosín de cerámica.
Una guitarra suena cuerda por cuerda, surgen notas al mejor de los boleros, como un carnaval de réplicas, de discursos de caudillos, como una tonalidad de aquella bohemia rural, de esas que en el filo de una botella estiman promesas, de esas que al finalizar su desgarrador verbo brotan en promesas de cambio.
Nos excusamos en esa ansiedad que solitaria en el silencio se nos posa en los hombros como un loro que quiere aprender a hablar. Que observa junto a nosotros el panorama, que intentando emular la voz humana se convierte en un loco y extraño sonido de escape, de tensa ignorancia que solo reta al tiempo, a la final aprenderá a hablar más por constancia y disciplina que por mérito divino.
Una melodía loca, egoísta, tan intransigente que se aferra a la espalda y con su peso nos da notas de tristeza, de venganza, de miedo.
De soledad.
Hay días que en la oscuridad de la recién terminada jornada laboral llegan aprendizajes que nos alejan de lo que más deseamos. Jugar a ser felices y en emociones prefabricadas dedicar canciones, susurrar poemas mientras se sube escalones de una muda edificación.
Días en que somos canciones nostálgicas, nos convertimos en un éxito del ayer, en estribillos que otrora mayo del 82 fueron candidatos a un premio Grammy. Una belleza que nos inventa cuentos de mejores días, de amistades cálidas que desde un buen temario hasta un ingrato breviario nos engendran nostalgia y melancolía, como un libro de poemas de la hermosa Belli, o una plegaria de la perfecta Pizarnick.
Noches en que observando a la luna tras las nubes nos sentamos solos en casa y sorbemos un poco de vino con la esperanza de hallar allí un cohete que nos transporte a la locura. Finales que están en cada copa de licor, de esos que donde los distinguidos comensales comparten permanentes abrazos y palmadas, como si de ello dependiese la eternidad de la noche, lo inútil de lo que hoy ya no es eterno.
Solemos creer en muchas cosas, quizás no tanto como lo que alguna vez fue la eternidad del amor recién cosechado, por lo general nos embarcamos en cuentos y ensayos llenos de “ismos” y “logos”, olvidarlo todo, el inicio de cada día y el perdón de las cuentas que se llevaron.
La poesía misma.
Y es que cada
melodía trae su propia rutina, porque de la poesía se hurtan las palabras y de
la pintura las esperanzas, porque del silencio el tiempo y de la noche la luna
bajo las nubes, como agua que reposa en estribillo de ansiedades.
Melodías que a bien nos pueden devolver las preguntas que nunca recibieron respuesta en golpes de corazón, carcajadas que se desperdiciaron en extasiado estado de escritura, palabras que se tomaron de irresponsable afán, como un tributo a lo conocido, la locura misma del arte o por qué no, la intensa ansiedad del cuerpo.
Nos aferramos en las noches a la promesa del día siguiente porque curiosamente es en ese acto donde reside la esperanza del más humanos de todos, ese deseo de amanecer con la vida resuelta, con la obra culminada. Una promesa que los dioses y que hasta el sol de hoy hemos convertido en plegaria, en una ruta para alcanzar la eternidad.
Hay melodías que nos pueden dar calma, como el niño que sentado sobre el andén observa la vida de todos pasar sin siquiera cuestionar su lugar en el mundo o la disponibilidad del tiempo que le antecede.
Canciones que fueron profanas en la voz de intelectuales y caudillos, aplaudidas eso sí, por los miles de seguidores que cada idea pudiese retratar al tiempo y al progreso.
Nos convertimos en cansados personajes de un cuento de Hesse, pero no en el vértigo de Siddhartha, ni en el grave sonido de un saxofón que deambula en una fiesta de máscaras. Mas bien somos melodías antagónicas, insatisfechas.
Naturaleza y espíritu.
AV
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