The Story of a Seagull
and the Cat
by: Lina Dudaite
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Cada jornada trae su momento y en el nos opacamos con la
esperanza de hacerlo único, de volverlo éxtasis, de enfilar nuestras
intenciones con palabras ordenadas de manera poética, que se dejan conquistar
tras sí, como los niños que observan la vida pasar en la mirada de sus abuelos,
como las nubes que sobrevuelan muy de prisa el cielo marchito, dejando su
sombra gris sobre el verde césped del cementerio, del amor en los tiempos de la
amistad.
Jugamos a ser adultos, conversamos de sexualidad y violencia,
nos afanamos con la política y damos un voto de confianza o rechazo, juramos
hacer de nuestro primer salario una gran fiesta nacional, callamos ante la
voluntad de otros, nos entrometemos en la incomodidad del prójimo, enmudecemos
ante una canción desesperada, pero nos cegamos a los veinte poemas previos de
amor. Melancolía y justicia, guitarra y ron, comida y silencio, pasajeros que
llegan desde las lejanas calles para encerrarse en sus redes sociales, allí, al
borde de la plaza.
Llegamos a lo contemporáneo, nos sometemos al examen médico de
rutina y vamos poco a poco haciendo propias de nuestro discurso palabras esdrújulas
como “Triglicéridos”, vemos en las baladas un indicador de vejez, nos ofuscamos
con la rebeldía de las opiniones expresadas por el desconocido que nos acompaña
en la fila, lamentamos diligenciar formularios o firmar pendientes.
Volvemos a la escuela para aprender algo nuevo.
Sabemos que el tiempo ha sido miserable cuando las candidatas al
reinado nacional de belleza son más jóvenes a nuestra edad, cuando los
deportistas se consagran teniendo diez años menos a nuestra expectante rutina,
nos odiamos en el discurso del pre candidato presidencial, pero no nos
entrometemos en los asuntos de lo público, porque acusamos, que eso es para
ladrones y desocupados.
La vida nacional nos va consumiendo con sus temas diarios, los
amigos se van desapareciendo al mejor estilo de los dinosaurios de Charly
García, vamos reduciendo la dosis de azúcar en el café y acogemos en el deporte
una distracción personal, más licor importado y menos cerveza nacional.
Llegan los hijos, esos pequeños seres que soportan nuestras frustraciones,
esos diminutos ángeles a los que
comenzamos a moldear con la paciencia que nunca tuvieron nuestros padres, allí,
en el supermercado mientras se hace fila para pagar la merienda es cuando
reflexionamos y en un llanto mudo y desgarrador, con el pensamiento como
sistema de correo, pedimos excusas a nuestros padres, quizás, por aquello del
corazón vagabundo.
Conocemos amores y desamores en el camino, los perdemos por
inútiles, nos pierden por soberbios, les ofrendamos canciones y atardeceres,
nos regalan sonrisas y gemidos, nos ofuscamos con el tiempo, nos regalan sus
mejores días. Somos constantes en la desidia de las opiniones, las peores de
todas: Nuestra opinión personal.
No podemos pretender encontrar en nuestro pasado un olvido que nos
permita ser, no debemos oprimir las ganas de vida con un reproche de la
memoria, inclusive, emitimos juicios de valor cuando cruzamos la línea de lo
moral y damos identidad a un recuerdo, con nombre propio, con colores y
sonidos, con el aroma de la soledad; mejor es imponer la soledad en la
conciencia, aprender a conocernos y dar a cada crisis un significado, dar a
cada oportunidad un reto y una experiencia de vida.
¿A cuántas noches tendremos que dar conteo regresivo para
comprender que el olvido no es un verbo sino, un adjetivo de lo que dejamos de
vivir?
Podemos enredar cada ocasión con los deseos personales, podemos
sobreactuarnos en cada experiencia vivida y narrarla con la más déspota de las
voces, levantarnos en medio de la conversación y retirarnos como el soldado que
humilla a la cónyuge, como la violencia que una mirada puede gestar. Nos
merecemos mucho en la vida, pero no el sentirnos evacuados de la agenda cuando
los deberes del ideario humano nos excluye, ya vivimos lo que fue el rechazo y
la experiencia, nos hicimos adolescentes en la era de la juventud desesperada,
nos hicieron jóvenes en la era de la adultez olvidada sencillamente porque nos
retrocedieron el discurso, nos postergaron la madurez a otra espera para así
encontrarnos en cada de nuestros padres con la misma frecuencia con que los
hijos del ayer cuestionaban a sus pares.
Debemos aprender a esperar, de eso se bastante porque para
escribir hay mucho que esperar.
Debemos aprender a encontrarnos en el espejo antes que en los
ojos de los demás y podría atreverme a afirmar que de eso se bastante también,
porque en la espera es que aprendí a encontrarme, a escucharme.
Conocemos todo tipo de personas en el camino y a la misma
velocidad las vamos eliminando de nuestro armario, pocos quedan al borde de la
cama y otros menos favorecidos terminan en una servilleta con la historia por
contar, no nos interesa invitarles una taza de café ni mucho menos ofrecerles
fuego para su cigarrillo, inclusive, hasta ahora se nos señala por fumar.
No importa cuánto haya por contar, terminamos excediendo la
naturaleza de los sentidos, nos enajenamos a una película antigua, algunos
emulan ser un cuento de Woody Allen, otros se sienten cómodos con la escritura
de Clive Barker o Lovecraft, a la final todo es un cuento por contar, una
historia por juzgar, desde Arjona hasta Bukowsky, desde lo literario hasta lo
estrafalario.
Reconocernos en lo obsceno, identificarnos en la espera diaria,
soportar cada etapa como una dedicación personal, una exigencia profesional,
gritar ¡Basta! O someternos a la cotidianidad. Ser exagerados, para aprender a
soportar lo mínimo que nos corresponde.
Caer en la sobredosis de la vida.
AV
2 comentarios:
Sin vainazos: "(...) vemos en las baladas un indicador de vejez (...)", no me culpe a mí por la forma en que acumula devenires antes que porvenires o por la excesiva, aunque no menos poética nostalgia. Es un ejercicio interesante de continua memoria, la rebeldía en contra de la linealidad y peso de los años, porque la intemporalidad, el anacronismo fulgura entre reflexiones de varios unos que se sienten como otros. Pero el sentido de pertenencia es increíble, tan poderoso como el instinto de dominio de cada espacio, de cada instante.
Me encanta esto de habernos hecho "adolescentes en la era de la juventud desesperada", y jóvenes "en la era de la adultez olvidada", claro de acuerdo, nos retrocedieron el discurso, pero nos han postergados todo en espera de retenerlo eternamente, porque los valores de la otrora juventud fueron sobredimensionados y sobre ellos se explota aquella nostalgia de la cual tanto lo acuso, pero que mientras en Usted es buena y sabia, en casi todos es a lo sumo, patética.
Caer en la sobredosis de la vida, sobreactuarnos, una y otra vez.
Ah, al fin me doy cuenta que si me ha leído de vez en cuando. Gracias.
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