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De alguna manera consideraba que ninguna de las noches dedicadas
habían sido en vano, inclusive, las celaba en importancia en esa bóveda llamada
memoria.
Las dejaba en el vacío del tiempo, las consideraba importantes
siquiera, no inútiles como se llegaría a pensar.
Su partida se dio sin aviso alguno, inclusivo, se sabía entre
líneas que no se lo iba a discutir, ni refutárselo, ni pretender detener la
marcha y eso claro, ella lo sabía.
En medio de la turbiedad de una despedida cínica y letal, le
guardaba en silencio observándola a lo lejos, como si la habitación fuera tan
grande como el universo mismo, con sus galaxias irrumpiendo en cada metro cuadrado
como si fuese un infinito espacio de desolación. Silencio que gritaba en el
alma, un silencio que le desgarraba la piel de adentro hacia afuero, un
silencio que suplicaría que se quedase aunque sea por una noche más, jurando,
así, en silencio, no tocarle nada, darle por el contrario calma y seguridad de
que nada iba a ocurrir, limitando su dignidad a ser espectador en su propio
dolor.
Un dolor que llevaría a
tal despedida como un acierto, acierto disfrazado de bienestar, enmarcado en
una sonrisa definitiva, de esas que lo hacen sentir a uno solo, de esas
sonrisas que abren las puertas mismas del paraíso.
Despedidas que duelen, porque además, deja en claro que por cada
hombre en el camino, hay una mujer como ella esperándole. Mujeres que por cada
camino recorrido son capaces de sonreír para dejar a cada hombre en la
siguiente estación de espera logrando ocupar con un nuevo su lugar.
Puede ser otro hombre quizás, eso no lo sabemos, pero siempre
ronda la interrogante de saber si es mejor persona que quien queda atrás, y es que
allí, en el silencio que observa surge el reproche: - “¿por qué esta vez agachas la mirada?, pregunta más con dolor que
con tonalidad en el alma.
- ¿me pides que sigamos siendo amigos?, ¿amigos para qué? ¡maldita sea! – le
refuta. Y es que no hay dolor más profundo que el de un poeta enamorado que ve
su vida marcharse en las curvas del viento, quedando con ceniza en las manos de
una sonrisa que solo sirve para matar. Sonrisas que se les perdonan a los
amigos, porque en ellos, la ingratitud es un ingrediente necesario, pero a los
amores jamás se les puede tolerar tal infracción. Es un reproche que nace y que
hace que todo parezca banal, como si la naturaleza misma, el instinto en sí, lo
fueran.
- Hay una cosa que yo no
te he dicho aún - le recriminó, ya
casi cuando ella pasaba el marco de la puerta de salida; “que mis problemas,
¿sabés qué? se llaman: ¡tú!”
Ella lo miró fijamente, y como quien seduce la madera de la
puerta apoyó su mano suavemente, acariciándola casi, con sus ojos bien abiertos
prestó más atención a sus palabras mientras sus piernas ondeaban paso como
fuga.
Él se hacía el valiente, se pasaba de listo en medio de su
tristeza. Podía hacerse ver como el más frío e insensible de todos, pero era su
mecanismo de defensa para de alguna manera, tener la seguridad que la despedida
le había arrebatado.
Ella callaba, bailaba su mano sobre la puerta, esperando que él
le dijera algo más, sabía que alguna vez se amaron o por lo menos, eso él lo
pensaba, pero las cosas no eran así. – “lo
siento, no te quiero” – respondió ella.
Se llenó de odio, de ira, sintió unirse el cielo con la tierra,
la traición, la indignación, la muerte misma recorría sus venas, no sabía cómo comportarse
ante tal respuesta, la veía parada en la puerta más como un extraño cobrando un
servicio que como el que fue alguna vez el amor de su vida. Sufría, demasiado
pensaría el cielo mismo, - ¡qué vas a
hacer! – Fue lo único que se le ocurrió gritar.
Ella salió con más prisa que la que en algún momento pensó necesitaba.
No quería seguir en ese incómodo diálogo de vivos y muertos, él claramente se
asomó a la ventana con la esperanza de verle de nuevo, así fuese para verle
partir para siempre, pensaba a sí mismo: “Busca
una excusa, y luego márchate” – ya era una preocupación menos para ella, y
de algún modo él solo se imaginaba en su soledad rodeado de la inspiración
suficiente para escribirle un par de canciones, tratando de esconder sus
emociones.
Porque para eso son las despedidas, para pensar poco, para dejar
salir ese silencio de muerte, dejar pasar la vida con sus espinas, como aquella
partida que se roba la historia, como el agua que pasa entre los dedos, la
sonrisa misma tan definitiva.
***
De la Serie: Canciones de
Amor y Otros Demonios.
Adaptación Libre de la obra: La
mia storia tra le dita (1994) [Destinazione Paradiso]
Compositor: Gianluca Grignani.
AV
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