2 de agosto de 2025

El penúltimo Perro.


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Sentado sobre un andén meneaba la cola, larga y peluda como una señal de satisfacción. Levantando una pata trasera acercó su hocico para lamer sus genitales, se giró un poco y fijando su mirada en un elegante ciudadano, alzó las orejas dejando escapar una sonrisa familiar.

Del otro lado de la calle un caballero con sombrero de paja y camisa blanca, larga y arrugada, paseaba con una bolsa de papel manchada de grasa, en su interior dos bolas de masa frita brillaban ante el intelecto del día soleado. Cruzó la calle y saludando a un perro de calle se retiró para lo que sería su lugar de trabajo, una bodega de materiales y chatarra de vehículos. Otro perro, de pelaje negro y con heridas en el lomo, lo salió a saludar.

Desde algunos años la ciudad comenzaba a sentirse invadida por perros de diferente razas y colores, estaban por todas partes, desde supermercados y callejones, hasta en oficinas del gobierno y estaciones del metro, una invasión afirmaba alguien, otros más modestos se conformaban con la perruna compañía, “es un avistamiento de ángeles peludos”.

A lo largo de los recientes años jóvenes y no tan jóvenes iniciaron campañas de sensibilización ante el tema, en una ocasión un fulano golpeó con tanta fuerza a un perro que el pobre animal, el perro, cayó adolorido hasta morir, muchos transeúntes tomaron justicia por mano propia golpeando al fulano aquel, el pobre animal también cayó al suelo desposeído de toda gana de vivir, la relación de los habitantes con los caninos se tornaba en extremos, una parte ansiosa de cuidarlos y otra en desesperada actitud de erradicarlos de las calles.

Tanta presión ahondaba en los curiosos que las campañas de sensibilización invitaban a recoger dinero para vacunar a los peludos habitantes de calle, recaudaban fondos para jornadas de baño público e incluso corte de uñas. Algún entusiasta instaló una carpa con camilla para el corte de cabello de los callejeros habitantes e incluso, otro colega junto a la carpa, instaló un puesto de demarcación de collares y placas, dizque para identificar a cada callejero perro.

Fueron meses de sentida intencionalidad, empresarios que antes rechazaban a los caninos ahora los adoptaban, de hecho en la droguería de los hermanos Zanabria, uno de los caninos fue empleado como guarda.

En aquellos meses, insisto, la ciudad daba un cambio a su mentalidad sobre lo que se acusaba como una plaga en los tiempos pasados, tanta actividad fue en dicha ciudad, que en cada hogar había un perro callejero.

No hubo preocupación por pulgas o plagas, pero si en modo de prevención intervinieron a cada perro con una cirugía de esterilización, por aquello del control de plagas.

Con la llegada del tiempo futuro la edad comenzó a extinguir a los animales ahora adoptados por la ciudad entera, muchos ya mayores fueron muriendo en la tranquilidad de un sofá y junto a un niño o algún ciudadano amable. Otros, víctimas del descuido, fallecieron por accidentes de tránsito o enfermedades comunes que suelen acabar con los ladridos favoritos de los niños.

Fueron muriendo, como mueren los sueños. En diez años la ciudad que antes estaba asediada por perros callejeros, era ahora una comunidad amante de los animales, una ciudadanía comprometida con el bienestar animal, tan comprometida que los esterilizó a todos eliminando con ello, la posibilidad de una descendencia canina para la ciudad.

La familia Alcaraz, de notable prestigio por sus empresas de alimentos, veía morir a Joaco, un coquer español de pelaje negro y blanco, como una especie de vaca en versión miniatura. Sus orejas felpudas cayeron como un golpe seco de felpa, su nariz negra dejó de enfriar y en esos ojos tristes, la vida se escapó para siempre.

Con la muerte de Joaco, la familia Estrada empezaba a buscar alternativas varias, desde magia y hechicería, hasta avanzadas técnicas de alimentación nutritiva, tenían el terror absoluto de que su Pastor Belga muriese pronto y con este, la ciudad quedara deshabitada de perros, porque claramente a nadie se le cruzó por la mente la idea de una siguiente generación, ahora de perros hogareños.

El domingo 31 de julio, cerca de las cuatro de la tarde, Muñeco se escapó de casa porque quiso, sintió el deseo de ir a perseguir a los gatos de enfrente, un afán que evitaba la razón.

Allí la muerte le encontró, como todos los accidentes que se llevan lo mejor de la vida: Muñeco sintió una embestida tan fuerte que falleció al contacto con el bus de transporte intermunicipal.

Un fulano que venía de otros municipios se afanaba por llegar a la estación central de buses, era su primer recorrido y ya iba tarde, tan tarde, que tuvo suficiente tiempo para matar al último canino de una sociedad sensibilizada.

El pastor belga quedó a un lado de la vía, muerto, con la lengua afuera señalando al autobús que avanzaba en la estrecha calle.

El polvo se levantaba detrás de sí, para tristeza de muchos testigos.

AV.

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