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Sentado sobre un andén meneaba la
cola, larga y peluda como una señal de satisfacción. Levantando una pata
trasera acercó su hocico para lamer sus genitales, se giró un poco y fijando su
mirada en un elegante ciudadano, alzó las orejas dejando escapar una sonrisa
familiar.
Del otro lado de la calle un
caballero con sombrero de paja y camisa blanca, larga y arrugada, paseaba con
una bolsa de papel manchada de grasa, en su interior dos bolas de masa frita
brillaban ante el intelecto del día soleado. Cruzó la calle y saludando a un
perro de calle se retiró para lo que sería su lugar de trabajo, una bodega de
materiales y chatarra de vehículos. Otro perro, de pelaje negro y con heridas
en el lomo, lo salió a saludar.
Desde algunos años la ciudad comenzaba
a sentirse invadida por perros de diferente razas y colores, estaban por todas
partes, desde supermercados y callejones, hasta en oficinas del gobierno y
estaciones del metro, una invasión afirmaba alguien, otros más modestos se
conformaban con la perruna compañía, “es un avistamiento de ángeles peludos”.
A lo largo de los recientes años jóvenes
y no tan jóvenes iniciaron campañas de sensibilización ante el tema, en una
ocasión un fulano golpeó con tanta fuerza a un perro que el pobre animal, el
perro, cayó adolorido hasta morir, muchos transeúntes tomaron justicia por mano
propia golpeando al fulano aquel, el pobre animal también cayó al suelo
desposeído de toda gana de vivir, la relación de los habitantes con los caninos
se tornaba en extremos, una parte ansiosa de cuidarlos y otra en desesperada
actitud de erradicarlos de las calles.
Tanta presión ahondaba en los
curiosos que las campañas de sensibilización invitaban a recoger dinero para vacunar
a los peludos habitantes de calle, recaudaban fondos para jornadas de baño público
e incluso corte de uñas. Algún entusiasta instaló una carpa con camilla para el
corte de cabello de los callejeros habitantes e incluso, otro colega junto a la
carpa, instaló un puesto de demarcación de collares y placas, dizque para
identificar a cada callejero perro.
Fueron meses de sentida
intencionalidad, empresarios que antes rechazaban a los caninos ahora los adoptaban,
de hecho en la droguería de los hermanos Zanabria, uno de los caninos fue
empleado como guarda.
En aquellos meses, insisto, la
ciudad daba un cambio a su mentalidad sobre lo que se acusaba como una plaga en
los tiempos pasados, tanta actividad fue en dicha ciudad, que en cada hogar
había un perro callejero.
No hubo preocupación por pulgas o
plagas, pero si en modo de prevención intervinieron a cada perro con una
cirugía de esterilización, por aquello del control de plagas.
Con la llegada del tiempo futuro
la edad comenzó a extinguir a los animales ahora adoptados por la ciudad entera,
muchos ya mayores fueron muriendo en la tranquilidad de un sofá y junto a un
niño o algún ciudadano amable. Otros, víctimas del descuido, fallecieron por
accidentes de tránsito o enfermedades comunes que suelen acabar con los
ladridos favoritos de los niños.
Fueron muriendo, como mueren los
sueños. En diez años la ciudad que antes estaba asediada por perros callejeros,
era ahora una comunidad amante de los animales, una ciudadanía comprometida con
el bienestar animal, tan comprometida que los esterilizó a todos eliminando con
ello, la posibilidad de una descendencia canina para la ciudad.
La familia Alcaraz, de notable
prestigio por sus empresas de alimentos, veía morir a Joaco, un coquer español de
pelaje negro y blanco, como una especie de vaca en versión miniatura. Sus
orejas felpudas cayeron como un golpe seco de felpa, su nariz negra dejó de
enfriar y en esos ojos tristes, la vida se escapó para siempre.
Con la muerte de Joaco, la familia
Estrada empezaba a buscar alternativas varias, desde magia y hechicería, hasta
avanzadas técnicas de alimentación nutritiva, tenían el terror absoluto de que
su Pastor Belga muriese pronto y con este, la ciudad quedara deshabitada de
perros, porque claramente a nadie se le cruzó por la mente la idea de una siguiente
generación, ahora de perros hogareños.
El domingo 31 de julio, cerca de
las cuatro de la tarde, Muñeco se escapó de casa porque quiso, sintió el deseo
de ir a perseguir a los gatos de enfrente, un afán que evitaba la razón.
Allí la muerte le encontró, como
todos los accidentes que se llevan lo mejor de la vida: Muñeco sintió una
embestida tan fuerte que falleció al contacto con el bus de transporte intermunicipal.
Un fulano que venía de otros municipios
se afanaba por llegar a la estación central de buses, era su primer recorrido y
ya iba tarde, tan tarde, que tuvo suficiente tiempo para matar al último canino
de una sociedad sensibilizada.
El pastor belga quedó a un lado de
la vía, muerto, con la lengua afuera señalando al autobús que avanzaba en la
estrecha calle.
El polvo se levantaba detrás de sí, para tristeza de muchos testigos.
AV.
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