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Caen las hojas suavemente mientras un niño observa desde su ventana pasar vehículos de todos los tamaños y colores, sonríe cada vez que un camión viejo o una buseta de transporte se detiene en la esquina, allí, junto al semáforo le divierte observar a otros niños brincar y hacer malabares con discos y botellas de plástico. La brisa guía la sonrisa del pequeño observador sobre la copa de los árboles que se dibujan en el callejón del otro lado, allí al mejor estilo de una novela de antología dos ancianos caminan tomados de la mano mientras discuten sobre el sabor del helado que se dirigen a comprar.
Caen las hojas suavemente, chocan contra el pavimento en un día fresco, alrededor se dibuja un parque con muchos árboles que dejan caer sus hojas secas, algunos de estos son grandes y frondosos palos de mango, un guayabo en la distancia es frágil a la brisa y casi desnudo deja su roja fortuna en las raíces de un día normal. La cotidianidad se viste de gala en la desdicha de un sol que no apareció, sólo nubes blancas vigilan el entorno desde arriba, la brisa las visita y las empuja otros lugares siempre cantando la misma canción, entonando sinfonías inconclusas para los transeúntes.
Caen las hojas suavemente en una calle deshabitada, cerca a ella un garaje público recibe vehículos de distintos colores y tamaño, no discrimina en cobrar por igual el alquiler de un espacio reducido para estacionarse; hombres y mujeres dan evidencia de la gran variedad de estados de ánimo que puede llegar a guardar el ser humano en el corazón, ni la brisa fresca de una tarde de enero sirve como medicina para aquellos que cerrando la puerta de su automóvil miran con desgano su cartera y buscan un billete para calmar las exigencias del propietario del garaje, allí al lado de ellos, siguen cayendo las hojas secas, haciendo su ruido particular se despiden del frondoso árbol que algún día las vistió.
Caen las hojas en un ritmo de desesperación que el mismísimo lector no comprende, quizás sea porque no las puede ver, tal vez sean historias ficticias de otoño, podría tratarse también de algún árbol que fallece de pie despidiéndose de su plumaje a la altura de un suelo ingrato y pisoteado, un árbol con cuerpo piramidal, débil y agitado, olvidado por los transeúntes que solo fingen emociones en un día normal. Sólo un pequeño niño desde una distante ventana observa llorar a aquel árbol que en un poético salto dijo adiós a su nube preferida.
Caen las hojas para volver a crecer, para cambiar de color y engalanarse de pintorescas canciones, de variopintas aves que en sus ramas más cercanas instalan un inmueble a base de hierbas y hojas que en otros tiempos cayeron para dar hogar. Crecen sin importar el nombre o la nacionalidad, disfrutan de cada brisa que pasa, del sol que saluda en pasajeros meses de agua y sed, en días saludables y noches espirituales. Caen las hojas porque desde afuera se les ve caer, pero siguen en píe cambiando constantemente de papel.
Caen las hojas, el silencio se detiene para que se escuche un pequeño roce eterno que cubre lentamente el suelo, se siente la paz de los demás.
Caen las hojas en distintos escenarios de tiempo, enamorados ancianos comen helado en un banco de madera ubicado bajo un frondoso árbol que quiere ser escuchado, sus historias intentan traspasar el límite de lo fonético, quiere desahogarse ante una pareja de eternos adolescentes, intenta rememorar lo débil que es su especie añorando a esos hermanos que fueron talados o inclusive quemados en despropósitos proyectos urbanos.
Caen las hojas cuando el año vuelve a comenzar, se siente la distancia entre el parque y el bullicio de grandes emprendedores, de ingratos vendedores de helados que intentan sonreír mientras comercializan paletas de agua en un parque, de ancianos que cansados de caminar se levantan de sus bancos y comienzan a caminar apresurados por el miedo al sedentarismo. Algunos automóviles se retiran del garaje dejando dinero a cambio en las manos de un inteligente cuidador, el semáforo cambia a luz verde y los pequeños malabaristas se resguardan bajo la brisa de enero con sus botellas y discos, las nubes empujadas por la voluntad de una muda estación solo observan.
Desde su ventana, el niño sonríe sin entender esa extraña dinámica que su mundo le ha mostrado, no más grande que una esquina junto a un parque antiquísimo solo espera a que llegue el momento en que las hojas dejen de caer.
Caen las hojas y la vida vuelve a comenzar.
AV
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