8 de diciembre de 2010

Más allá del Occidente

Imagen Tomada de: Mark Liddell – Cat Soap (R)

Luego de que el avión retomara su curso rumbo al sur, mi pensamiento sumido en un refectorio de improperios y deseos propios de adolescente, quise hacer caso omiso a miles de imágenes que se estancaban en mi mente. Algunas ficticias, otras reales como los recuerdos y la nostalgia, algunas deseosas de hacerse realidad, otras rellenas de pasado y con un aroma a vida que asfixiaría hasta al más honesto de los fieles.

Una semana llena de viejos recuerdos, caminar por una calle y encontrar un momento interesante del pasado, virar por alguna esquina y rememorar un beso, un abrazo, una cerveza. Salir a tomar el Bus y enfrentarse a un desmemoriado número de acontecimientos propios del ayer, mirar a los cerros de Bogotá con la misma nostalgia con que se piensa en la cordillera occidental del Valle, dejarme asombrar por lo invisible de la maldad que recorre a una ciudad que hace mucho dejó de cuidar ciudadanos. Un veneno hermoso y duradero, un veneno hermoso y eterno.

Aquel sábado 17 de octubre de 2004 quedó grabado en mi memoria selectiva como muchos otros acontecimientos, en esa ocasión, sentado sobre las gradas de la entrada oeste del Hotel Tequendama, con un cigarrillo en la mano, una chompa azul en mi espalda y miles de estrellas mudas observándome en el cielo. Mi silencio se quedó congelado por un mármol barato que se esculpía en cada baldosa de tan prestigioso hotel. Me sentía solo, no toleraba cumplir años en un momento tan cautivo y lleno de soledad, esa misma que jamás me importó. Llegué a la conclusión en aquel entonces que esa ya no era mi ciudad, que yo ya no pertenecía a ella ni ella a mí, que nuestra relación Ciudad-habitante había llegado a su fin. Fue un duro golpe al estómago.

El denominado “Mal Capital” en ocasiones se impregna en la piel de los más incautos provincianos de nuestra patria querida, un pequeño deseo por pertenecer a una gran capital y decir abiertamente que es la mejor ciudad del país. Por supuesto que todos han pasado por allí, pocos son los que se quedan pegados como disco rayado. Ese mismo mal se te mete como un veneno delicado, delgado y espeso. Un veneno que te enrola con las noches frías, que te encierra en un armario de relojes y oportunidades, de espejismos y vacaciones invisibles.

Encontrarme con viejos amigos me sirvió de receta para calmar mi dolor de nostálgica penumbra, de una suicida vocación de poeta que llevaría a lo más absurdo de mi prestigio a recorrer los pasos en un callejón sin importancia. Encontrarme con viejos amigos también me sacudió la cabeza por un instante permitiéndome pensar en voz alta y con claridad en los sentidos. Algunas decisiones han sido modificadas, otras han sido respaldadas por el frío de la gran ciudad, unas pocas por el peso de la nostalgia y otras por el deseo de querer existir.

Hoy cerca de 6 años después de ese incidente resuelvo con franca osadía una mirada al cielo despejado de mi Bogotá y abriendo los brazos en el más tímido de los discursos, me reprendo en un hermoso discurso de renovación. Hoy, con gripe y mucha flema por donar a los más necesitados me relevo en un plan de calor y reflexión, pero siempre asumiendo que a este lado de la cordillera, en este occidente perímetro, se vive según las exigencias, y de allí el secreto por pretender renovar o procrastinar mitos resguardados, el deseo de escribir o seguir leyendo, el deseo de permitir que otros regresen o se vayan de nuestras vidas.

Permitir que mi Occidente sea el oriente de otros.

AV

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