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“Line drawing of a cat tripping his owner down the stairs”
Alguna vez un caballero de
aquellos que no suelen saludar en las mañanas, tropezó con un escalón cayendo
de frente ante el infortunio de una vida no vivida, aquel tropiezo le llevó a
golpearse con fuerza en el rostro, afectando su nariz y labios, mucha sangre
brotaba de allí mientras sus manos sentían el ardor de la piel raspada contra
el pavimento.
Fue una caída amplia, “de altura”
dirían los filósofos de la fuente de soda adyacente. Ernesto pasaba cerca,
viendo al caballero caer desde el primer tropiezo, en aquel primer escalón, en
aquella mañana de lunes, en aquel primer día del mes. Ernesto, sorprendido y
con ganas de emprender la ayuda necesaria se quedó estático en su lugar, abrió
los ojos con tanto asombro que tuvo que acercarse para ver mejor, allí, en el
suelo rodeado de sangre habitaba un fulano con traje de elegante telar, gemidos
leves, como de arrepentimiento, susurros de querellas vencidas, palabras de
ayuda y ligeros intentos de levantarse ante el dolor, todo a su vez como un
segundo de vida que se robaba el espectáculo de los aburridos.
Dio algunos pasos, cruzó la
avenida y se arrodilló para tomar de las manos al caído caballero, detrás suyo
dos intelectuales quisieron opinar abiertamente, intentar dar consejos sobre
cómo se debe de proceder para atender tales casos, intentaron, dije, porque una
señora de avanzada edad interpuso sus intenciones previamente, logrando que
ambos intelectuales cayeran en silencio, como dos niños regañados.
La señora de modesta presencia y
años en evidencia, tiene un puesto de confites y cigarrillos junto a aquel
pasaje donde las escaleras dieron sorpresa al caballero de traje elegante, suele
vender también café en un termo, con algo de comida ligera que su hija mayor le
ayuda a preparar cada madrugada.
Con su mano gruesa y llena de
callos, tomó al hombre de su brazo derecho, el izquierdo era levantado por
Ernesto, ambos en un esfuerzo inútil pero bien intencionado, liberaron al
caballero del dolor de la caída, pero no de la vergüenza de caído.
Le levantaron con tanta suavidad
que todos los transeúntes llegaron a pensar que estaba otra vez en decadencia.
Apoyó su cuerpo sobre un escalón y allí sentado, con la nariz roja de tanta
sangre prestaba sus manos también heridas, a cubrirse la boca, que también estaba
rota.
Le hicieron preguntas, muchas
obvias y otras de falsa cortesía.
El caballero evitaba hablar por el
dolor, pareciera que se había lastimado la lengua también con los dientes
apretados de tanta vergüenza. Ernesto con algo de ingenuidad tomó su teléfono y
llamó al servicio médico de urgencias, tuvo que mentir para que le confirmaran
el servicio, dijo, en voz de mentiroso, que un señor había sido atropellado por
una motocicleta, quedando desvalido ante la avenida y sus testigos.
La señora, de nombre Maricela, le
brindó al caballero herido un poco de agua caliente en un pañuelo húmedo, a decir
verdad, un dulce abrigo. Frotó las partes heridas, con la cautela de una
artesana, la prudencia de una bruja y la suavidad de una meretriz.
Llegaron en una ambulancia,
recibieron con cautela al herido señor, le subieron en una camilla y con
algunos paños limpiaron su rostro, le empezaron a atender las heridas y algunas
inyecciones para evitar efectos contaminantes en el organismo.
Maricela retomó su labor de ventas
en el puesto ambulante cercano a las escalinatas, los testigos y curiosos
siguieron su rumbo en la vía peatonal de la gran avenida.
Ernesto, con algo de suciedad
siguió su camino llegando tarde a su casa, al ser cuestionado por el motivo de
su retraso, explicó con lujo de detalles cómo vio a un elegante señor tropezar
en las escalinatas de la carrera séptima, de cómo caía rebotando su rostro en
cada escalón y finalmente sus manos intentar frenar una caída tan perfecta como
el aroma a hierro a su alrededor. Explicó además, que posterior a la caída pudo
retirar algunas pertenencias del sujeto, descubriendo que era un ejecutivo de
ventas de la empresa de automóviles que quedaba al finalizar el pasaje.
Sin ninguna otra pregunta, sus colegas y familiares agradecieron el amable gesto de Ernesto, que con el dinero recaudado en el suceso, compraba dos canastas de pan y algunas almojábanas.
AV.
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