11 de enero de 2017

Los Gatos de Cristal.




Todos tenemos historias que nos marcan en la vida, de amores que fueron y no fueron, de trabajos que quedaron o se perdieron, de victorias deportivas o fracasos académicos. Tenemos historias de amigos que ya no están, de canciones que se grabaron en el gramófono mental y perduran aún hoy día. Historias de todo color y sabor, una presencia eterna en el diario de las notas mentales.

En esta oportunidad me refiero a una historia en particular, bueno, todas son particulares. 

Hagamos memoria al año 2002, una noche de domingo, televisión nacional (no contaba con cable en el apartamento de entonces), se aventajaba el frío por entre las paredes y la soledad de un aparta-estudio no daba abasto a la inmensa incertidumbre de saber qué ocurría.

Rondando por los albores de los 17 otoños iniciaría la semana de un nuevo periodo académico en la universidad jesuita de la ciudad, el frío no mermaba y el hambre comenzaba a golpear en el intelecto. Al cumplir el primer año de vivir fuera de la casa materna, tendría dentro de la decoración uno que otro artilugio que permitiera conservar esa conexión con mis padres, más allá de una fotografía familiar. Como es bien sabido mi gusto por los felinos, contaba entre mis pertenencias dos gatos de porcelana (macho y hembra) que estaban sentados en dos patas mientras que con las patas delanteras sujetaban un corazón con un “Te amo”, era lo más simbólico en el apartamento con relación a mis padres y la ausencia o distancia que sentía, en especial al vivir en una ciudad tan lejana como la capital del país.

Cada Gato estaba ubicado encima de un televisor viejo y con barriga pronunciada, de esos televisores que se conectaban con antena de polo a tierra. Durante las noches dominicales la distracción la brindaba el Canal 1 con los inolvidables cañonazos de don JB TV y el seriado de tele realidad “Pandillas Guerra y Paz”. No había nada más por ver; mis artes culinarias (tal cual sucede al día de hoy) no son las mejores cuando de preparar arroz blanco ha de tratarse, sin embargo, con las cremas, las sopas y las carnes rojas mi talento se supera en consideraciones.

Mientras terminaba el programa musical de JB TV, comenzaba a preparar el arroz y daba paso a la carne, dicho proceso duraba aproximadamente 45 a 60 minutos entre poner el arroz en el agua (sin sal, obviamente) y tener la cena lista, mientras el tiempo pasaba, me acostaba en la cama a ver la televisión y de manera itinerante daba revisión al arroz esperando a que “secara” para así poner a preparar la carne y claro, darle mirada de que no se quemara.

Al regresar a la cama después de un par de idas y venidas, noté con un poco de duda que uno de los gatos estaba girado, es decir, ambos estaban ubicados de frente en sincronía con la pantalla del televisor, el gato estaba girado hacia el lado izquierdo. Sin darle importancia y pensando más en mi TOC solamente lo giré como debería de estar y seguí con mi menaje en acción.

De regreso a la habitación era ahora la gata la que estaba un poco girada, no del todo, hacia el lado izquierdo, como si se fijara en el gato. Me llamó la atención y la ubiqué como debía.
Durante un largo tiempo sentía la presencia de algo más en la habitación, desde meses atrás para ser sincero, pero desde la frivolidad de la educación recibida en casa no daba lugar a ese tipo de posibilidades, sin embargo, el corazón no miente y si algo he tenido en la vida, ha sido la sensibilidad para algunas situaciones como la que menciono en esta oportunidad. Sin dar espacio a creencias varias, notaba que se movían sigilosamente tales felinos.

Al cabo de una hora el arroz quedó quemado en la base y sin sabor, la carne quemada y con demasiada cebolla y tomate, el agua de panela lista con el limón (más agua que panela), serví la comida y me senté en la cama frente al televisor a cenar, el programa musical llegaba a su final y se daría inicio al programa de seriado de los adolescentes pandilleros. Comía con más hambre que atención por el programa de televisión en sí.

Ambos gatos estaban giradas a cada lado, me levanté de la cama más molesto que antes y los regañé – cómo si ellos me escucharan y fuesen a obedecer -  haciendo hincapié en que no quería que se movieran. Les suplicaba que dejaran “la pendejada”.

Hicieron caso por un rato – pienso a mis adentros – sin embargo si hay algo caprichoso en esta vida, son precisamente los fulanos que no pertenecen a esta vida. Como si desafiara todas las leyes del hombre, el gato de  porcelana saltó (digo saltar porque no hallo otro eufemismo que haga justicia a lo que vi aquella noche) cayendo en frente mío, sobre el tapete junto a la cama. Observé con más miedo que rabia, el animal de porcelana estaba intacto en el suelo, semanas atrás cuando hacía limpieza en la habitación, sin querer tumbé el muñeco del televisor y cayó sobre el tapete donde se le partió una pata a pesar de haber sido una caída suave, en cambio, en esta ocasión se databa de una caída con mucha velocidad y así y todo estaba intacto, sin un rasguño.

La gata de porcelana comenzó a girar lentamente, muy despacio casi sin poderse notar el movimiento, pero sabía que se estaba moviendo. Cuando me agaché para recoger al gato de porcelana y ver que no tenía ni un rayón la gata de porcelana estaba ya girada totalmente hacia el lado derecho. Sentí un frío penetrante, fuerte, había un ambiente a soledad poderoso en el cuarto, pesado, me incomodaba estar allí y me asfixiaba la situación.

Sin pensar en mi vestimenta de noches de domingo, bajé corriendo por las escaleras (vivía en un segundo piso) con los muñecos de porcelana en la mano. El vigilante de turno (todos de hecho) conocía un poco de mis ataques de ansiedad y mis frecuentes bajadas a la portería tarde en la noche, con la excusa de conversar con alguien.

Le conté lo ocurrido y en evidentes términos el fulano no daba credibilidad a nada de lo que yo relataba. Tomé con rabia el muñeco y lo estrellé contra la pared del edificio. El animal rebotó como una pelota de goma sin verse afectado en nada. Me dolía porque era la única conexión material con mis padres, ese recordatorio que siempre guardamos en el estante de lo inverosímil.

Me molestaba en el alma, porque sentía que se burlan de mi (los gatos, además del silencio del vigilante), sentía que me retaba, que algo me confrontaba o hacía de mi distante actitud un motivo para buscarme. Duré alrededor de una hora explicando al vigilante lo ocurrido y sumándole un par de relatos más que me habían ocurrido en las últimas semanas. Al cabo de un rato, pasó el camión de la basura, aproveché y tiré ambos muñecos esperando no volver a verles nunca.

A pesar que los gatos de porcelana ya no existirían en el estante del televisor, tanto el amor y recuerdo por mis padres, como el recuerdo de los hechos de aquel domingo no se fueron nunca del lugar. Había una complicidad indeseada entre el ambiente y mi incertidumbre.

Comenzaba una temporada de fuertes experiencias, de burlas, de iras, de rencores y de frías reacciones al calor de un fenómeno poco normal.

Fueron pocos los cercanos que escucharon mis versiones (varias de hecho) de lo ocurrido, todas concluyendo con un temor por algo que no conocía ni quería conocer. 

No volví a comprar muñecos decorativos por mucho tiempo.



AV 

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