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Todos buscamos la calma, anhelamos
en cada espacio un momento de libre pensamiento, sin ser juzgados ni entrar en
controversia, deseamos por demás, abrazarnos en la soledad de una canción, un
silencio o la nada.
Caminamos con las manos guardadas
en los bolsillos, nos sentamos en un sofá con la cabeza puesta en el vacío
dejando que las ideas se transformen en todo tipo de caprichos o temores, incluso.
Hay pensamientos que se nos
atascan en la garganta, como una excusa que no hemos podido pronunciar, una plegaria
que se nos enreda en la culpa, en la excusa del día vivido. Pensamientos que se
nos mezclan en el pecho como un suspiro en desarrollo, se siente fuerte, no
duele, pero son una Recoleta de edificios exclusivos, calles adoquinadas y
restaurantes, todo un conjunto de emociones que en ese pequeño espacio nos
aprietan desde el deseo, desde la fuga misma del cansancio.
Callamos un grito de libertad, nos
concentramos en el que hacer de cada día, de cada tarea incumplida.
Un prófugo tormento de actividades
que demandan total atención y que quizás las atendemos como mecanismo rutinario
de salir de la realidad, de pensar libremente porque allí, tal vez más al
fondo, es donde residen los inquietantes cuestionamientos de la vida.
Ambientamos la vida en proyectos
que permitan crecer el intelecto y el aspiracional motivo de existir, como una
tentación, diría Cioran.
Alguna vez quise dejar de lado todo aquello a lo que amaba como un acto de madurez, entender que en ese esfuerzo me estaba aferrando a unas tareas exigentes que nada dejaban de rédito, por el contrario comenzaba a hacer invisible al verdadero ser que estaba luchando por un lugar en el tiempo y el espacio, es doloroso entender que ciertas pasiones se deben de dejar de lado, abusar de la confianza del silencio y suplicar por un siguiente camino.
Fue así que proyectos íntimos se desvanecieron
en la cúspide de su existencia, había que atender una existencia mayor, la del
joven soñador, la del niño profeta, la del adulto contemporáneo que en un
escritorio insistiría en materializar las ideas del ayer.
Primero fue la palabra, en ella
los sueños se hicieron letras que fueron leídas en reuniones y rincones
virtuales.
Las acciones derivaron en sueños,
porque los sueños deben de verbalizarse para poderse identificar, dar un plan y
una meta, sino, serían solamente fantasías.
Fantasías que debemos como el
silencio que clamamos, conservar con cautela pues de ellas pueden surgir
potentes males que en nombre del mañana nos arrastran a una frustración
magnánima, al mejor estilo de la belle époque.
Hay pensamientos que se nos
atascan en la garganta, como una excusa que no se ha podido superar: el premio
de hace veinte años, el mérito de aquellas tardes de febrero, esa copa de vino que
nos tomamos en San Antonio, durante un noviembre cordial.
Pensamientos que siendo justos han
evolucionado en nuevas metas y proyectos, pero el cansancio es el producto de
todos esos proyectos y metas dibujadas en la sonrisa del entusiasta, este
entusiasta.
No se trata por supuesto de
renunciar a todo hasta quedar con las manos vacías dentro de los bolsillos, ni
mucho menos de llenar la hoja en blanco de letras taurinas, de esas inquisidoras
tareas del mundo laboral.
Es dar un balance a la justicia
del pasado con la novedad del inquieto presente, debatirnos entre el estar y el
ser, permitirnos pensar en libertad otra vez, con aire nuevo, con pensamientos
que si se atascan, puedan acomodarse para salir ligeramente, no para atragantar
todo lo vivido.
Volver a la libertad de soñar.
AV.