29 de julio de 2015

La Ciudad de la Melancolía .




"Marshy the Marsh Cat" By: Paula Villanova

Me encuentro con maletas listas y a disposición de emprender mi viaje de rutina a las húmedas tierras del Chocó. Calles polvorientas que hacen un Quibdó una capital natal que se desvela entre el comercio y la expectativa de una mejor calidad de vida, de una ciudad que se sonríe a sí misma en medio de los calores de un sol que no da tregua  a los desesperados, de un cielo que se descubre al majestuoso río atrato pero que no es tolerante con las avionetas que en desespero buscan salir del caraño.

Tanto que nos llenamos de historias en cada viaje, que nos envolvemos en el lenguaje de la melancolía, donde las canciones se van desvaneciendo en un radio que pierde su fuerza, que deja su energía en unas pilas agotadas, en una esquina donde se comercia cerveza y se espera a que llueva, o a que deje de llover, a la final el juego es esperar, ver la vida desfilar en fundaciones y organizaciones de ayuda social, vernos reflejados en locales que se remodelan apresurados, porque hay que vender.

Recorrer las calles es viajar en medio de un bulevard que no quiere servirse al progreso, una ciudad que no debería jamás enfrentarse a las intolerables convicciones del tiempo, ya lo mentaban los juglares en el alto Magdalena cuando observaban al progreso como un demonio, como un inmenso tren que arrasaba con todo lo que se le cruzara.

Una ciudad que se deja coquetear por todos, porque sabe que todos quieren estar con ella pero no para ella. Una ciudad que se lleva en el corazón de los poetas y bohemios, una ciudad que ve a sus hijos despejar las calles con el paso de la edad, jóvenes que encuentran en Medellín o Bogotá recetarios para su melancólica historia de vida, noches en que el fuerte viento canta con el silencio, fuertes brisas que dejan su lamento en los recovecos de edificios lejanos.

Noches que se desviven en una fiesta constante, una parranda que se construye no para la celebración sino, para la distracción. Aprender a entretenernos en el rutinario don de la música y la palabra, acostumbrarnos a ocupar el tiempo libre en canciones, los más afortunados, en programas de televisión.

Nos recordamos en esperanzas, porque no las vivimos de infantes. Nos especulamos en proyectos y soluciones a crisis que llevan más imaginarios que problemas, porque la crisis del Chocó no es su pobreza, es su amplia brecha con el mudo real: En el mundo real no se es permitido vivir de la naturaleza y ser fieles a la belleza interior. Se exige lo contrario.

Grandes juglares viajaron por los pantanos y trochas de la gran Colombia, dejaron en sus caminos mujeres embarazadas, hombres heridos y despechados, botellas vacías de licor, pañuelos renegados al olvido, dejaron muchas letras y miles de lamentos. Más que un trabajo social, ser juglar se convirtió en la primera mitad del siglo XX en un oficio intelectual, un recetario de reconstrucción histórica.

Grandes desafíos que terminaron en leyendas. Ciudades enteras se vieron forjadas con vallenatos y poemas, el gran porro y la cumbia que fueron dando a la voz femenina esa tristeza que la compañía no podía  calmar en los tiempos de azules y rojos. Aquellos generales que enamorados de la mujer equivocada comprendía que la guerra era mejor imaginarla que vivirla.

Tiempos de amores y esperanzas que se tacharon con el bareque de los nuevos vecinos, igual a los desplazados que fundaron el ficticio Macondo, llegaron desde Fundación y muchos otros lugares, ese mágico país costero que se re fundó en el desespero, ese espejo que en la segunda mitad del siglo XX tuvo que vivirse en el otro país, el del pacífico.

Aquellos juglares del Pacífico no fundaron ciudades ni dejaron leyendas, no hubo hombres heridos ni militares enamorados, porque en estas zonas el amor es de otro tono, el hombre es más institución que persona, se es justo con el poderoso y cruel con el despojado de esperanzas. Recordarnos en miles de estrellas caídas, en cuentos de esclavos y resentimientos. No es pues escribir sobre la desgracia de un pueblo unido sino, aprender a conocer a un pueblo que aun unido, tuvo que sostenerse entre lágrimas y violencia, porque su problema jamás fue de pobreza.

Reconocer una tierra de tradición europea en la miseria misma del olvido, de un majestuoso río que se presume de valiente pero que nadie lo quiere navegar porque los bandidos esperan más arriba en la ribera. No se permiten morir historias ni anécdotas, pero se nos hace mejor hablar de la industria cultural y la no tan recordada leyenda paisa, del país paisa por conveniencia y necedad, de esa terquedad que a la final se quedó en cada calle y hogar.

Reinventar el cuento o dejarlo morir, no hay tradición oral que de continuidad a los juglares olvidados, a esas guitarras que entonaron melódicas notas de borrachos y bohemios. La percusión y la marimba que más que una fuerza musical fueron una revolución en sí, porque la iglesia siempre ha sido amiga de lo establecido y no de la tradición local.

Lo cultural se hace inmarcesible, los agentes culturales en su parte terminan siendo más perecederos que las instituciones que dicen defender. 
Ahora cada calle tendrá de adorno el mejor mensaje del mundo, porque estamos en campaña y el progreso hay que traerlo.

Porque ellos – dicen – son el cambio.

AV

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