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Alguna vez escuchó en las
profundidades de la finca ruidos propios a un tractor o alguna especie de
vehículo que cortaba la leña de los árboles allí ubicados, la mayoría de estos
yesca o arbustos de maleza. Esa noche empezó el ruido nuevamente, lo
sorprendente de todo es que no estaba en la finca familiar sino, en su
habitación, preciso en zona residencial y comercial de la ciudad, nada
comparado con la finca familiar.
Se asomó por la ventana, con
cuidado miró lado a lado de la calle, cada extremo se encontraba igual de
despoblado, eran las tres de la mañana.
Miguel Francisco nació un día
cualquiera para muchos, pero para su familia considerado como especial: el 02
de noviembre es el día los santos difuntos.
Aquella madrugada de noviembre
cumplía sus primeros dieciséis años de vida, entre el fervor de la juventud y
la ansiedad de la escuela Miguel Francisco agradecía su cumpleaños en compañía
de la familia. A esa hora su padre, Antonio de Jesús Bonnin entraba a la
habitación con la calma de quien lo ha vivido todo, al encontrarle sobre la
ventana, le llamó para que le acompañara.
Bien sabía Miguel Francisco que el
llamado tenía un propósito familiar.
Abajo en la mesa principal, su
hermano mayor, Oscar Eduardo y su madre, María Cristina Manzanares estaban encendiendo
las velas sobre un pastel, tenían gorros de cartón con colores festivos y un
cartel pegado en la pared de “Feliz cumpleaños”.
Miguel Francisco sonrió, su padre Antonio le puso la mano fuerte sobre el hombro y dando dos golpes le insistía en que pasara a apagar las velas, que era esta su celebración.
- Felicidades hijo.
Varias palabras de benevolente apoyo surgieron en ese íntimo momento familiar.
- Si quieres podemos ir a la finca esta semana.
- Sí, si quiero.
Se sentía satisfecho ante tanto
apoyo y afecto familiar. Con un cuchillo de cocina cortaron el pastel que a
diferencia de otras tradiciones, este era de carne molida.
Óscar Eduardo sirvió una copa de
vino para su hermano menor, y para el resto de la familia brindó con copas más pequeñas.
Cantaron algunas rimas de viejas canciones, comieron y disfrutaron con la
promesa de un nuevo año.
La puerta de la residencia se fue
abriendo despacio, con un tímido y sigiloso ruido, sobre la chapa una mano con
dedos arrugados y cansados sostenía el movimiento, allí fue entrando la abuela
Inés Elvira y su esposo, el abuelo Martín de Jesús Bonnin.
Hicieron una venia y con un regalo
empacado en papel de periódicos viejos y envuelto en una soga, le entregaron a
Miguel Francisco el presente de cumpleaños.
Este saltó a abrazar a la abuela,
quien con su característico aroma a humedad en su ropaje le sonrío y apretó
fuerte contra sí. El abuelo, Martín, sonreía dejando ver la ausencia de algún
par de dientes, expelía un aroma a campo, una especie de mezcla de boñiga y
barro húmedo, quizás, algo parecido a los guaduales de la finca.
Miguel Francisco abrió el empaque
y encontró allí una cadena de oro con un interesante dije en forma de flor.
La abuela le ayudó a ponerse el
collar y con un beso en la mejilla le pronunció unas palabras que al susurro de
momento solo él pudo escuchar. Del otro lado de la mesa, Óscar Eduardo
observaba con una sonrisa cómplice, se miraba el anillo en su mano y recordaba
aquella ocasión en que cumplió dieciséis, ya casi diez años atrás, su anillo
tenía también una flor junto a la piedra preciosa.
Sirvieron pastel de carne a los
abuelos y terminaron de comer no sin antes agradecer la unión familiar.
- Está rico el pastel ¿Es de carne virgen?. Preguntó la abuela limpiándose los labios con una servilleta.
María Cristina Manzanares, la
madre, alzó la voz con una oración en agradecimiento a la cena y unión
familiar, todos tomados de las manos cerraron los ojos y repitieron cada
palabra.
Al finalizar abrieron los ojos y
sonrieron juntos, Miguel Francisco Bonnin Manzanares giró con brusquedad hacia
su hermano, Óscar, que con una sonrisa le dio la tranquilidad de entender que
todo estaba bien.
Los abuelos Inés Elvira y Martín
de Jesús ya no estaban presentes en la sala de la casa, solo el barro manchado
en las baldosas de cerámica.
Con una voz tenue pero de mucha autoridad, el jefe de la familia, Don Antonio de Jesús dio la orden a todos de ir a dormir, ya pronto saldría el sol y con este el día empezaría a funcionar con la normalidad y exigencia de una vida cotidiana.
- Mañana vienen las tías, Miguel Francisco. Para que por favor las esperes en casa, te quieren saludar también.
Miguel Francisco con sorpresa
asintió ante su padre, dentro de su corazón algo fluía como un torrente de
agua, quizás ansiedad o miedo, o ambas. Se iba a cumplir la promesa de conocer
a sus tías de Cundinamarca, las hermanas mayores de su padre.
Tres elegantes señoras que hace mucho dejaron de llamar o escribir cartas, y que de unos lustros para acá prefirieron dedicarse a la trashumancia.
AV.




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