14 de enero de 2015

Sobredosis.




The Story of a Seagull and the Cat
by: Lina Dudaite


Cada jornada trae su momento y en el nos opacamos con la esperanza de hacerlo único, de volverlo éxtasis, de enfilar nuestras intenciones con palabras ordenadas de manera poética, que se dejan conquistar tras sí, como los niños que observan la vida pasar en la mirada de sus abuelos, como las nubes que sobrevuelan muy de prisa el cielo marchito, dejando su sombra gris sobre el verde césped del cementerio, del amor en los tiempos de la amistad.

Jugamos a ser adultos, conversamos de sexualidad y violencia, nos afanamos con la política y damos un voto de confianza o rechazo, juramos hacer de nuestro primer salario una gran fiesta nacional, callamos ante la voluntad de otros, nos entrometemos en la incomodidad del prójimo, enmudecemos ante una canción desesperada, pero nos cegamos a los veinte poemas previos de amor. Melancolía y justicia, guitarra y ron, comida y silencio, pasajeros que llegan desde las lejanas calles para encerrarse en sus redes sociales, allí, al borde de la plaza.

Llegamos a lo contemporáneo, nos sometemos al examen médico de rutina y vamos poco a poco haciendo propias de nuestro discurso palabras esdrújulas como “Triglicéridos”, vemos en las baladas un indicador de vejez, nos ofuscamos con la rebeldía de las opiniones expresadas por el desconocido que nos acompaña en la fila, lamentamos diligenciar formularios o firmar pendientes.
Volvemos a la escuela para aprender algo nuevo.

Sabemos que el tiempo ha sido miserable cuando las candidatas al reinado nacional de belleza son más jóvenes a nuestra edad, cuando los deportistas se consagran teniendo diez años menos a nuestra expectante rutina, nos odiamos en el discurso del pre candidato presidencial, pero no nos entrometemos en los asuntos de lo público, porque acusamos, que eso es para ladrones y desocupados.
La vida nacional nos va consumiendo con sus temas diarios, los amigos se van desapareciendo al mejor estilo de los dinosaurios de Charly García, vamos reduciendo la dosis de azúcar en el café y acogemos en el deporte una distracción personal, más licor importado y menos cerveza nacional.

Llegan los hijos, esos pequeños seres que soportan nuestras frustraciones,  esos diminutos ángeles a los que comenzamos a moldear con la paciencia que nunca tuvieron nuestros padres, allí, en el supermercado mientras se hace fila para pagar la merienda es cuando reflexionamos y en un llanto mudo y desgarrador, con el pensamiento como sistema de correo, pedimos excusas a nuestros padres, quizás, por aquello del corazón vagabundo.

Conocemos amores y desamores en el camino, los perdemos por inútiles, nos pierden por soberbios, les ofrendamos canciones y atardeceres, nos regalan sonrisas y gemidos, nos ofuscamos con el tiempo, nos regalan sus mejores días. Somos constantes en la desidia de las opiniones, las peores de todas: Nuestra opinión personal.

No podemos pretender encontrar en nuestro pasado un olvido que nos permita ser, no debemos oprimir las ganas de vida con un reproche de la memoria, inclusive, emitimos juicios de valor cuando cruzamos la línea de lo moral y damos identidad a un recuerdo, con nombre propio, con colores y sonidos, con el aroma de la soledad; mejor es imponer la soledad en la conciencia, aprender a conocernos y dar a cada crisis un significado, dar a cada oportunidad un reto y una experiencia de vida.

¿A cuántas noches tendremos que dar conteo regresivo para comprender que el olvido no es un verbo sino, un adjetivo de lo que dejamos de vivir?

Podemos enredar cada ocasión con los deseos personales, podemos sobreactuarnos en cada experiencia vivida y narrarla con la más déspota de las voces, levantarnos en medio de la conversación y retirarnos como el soldado que humilla a la cónyuge, como la violencia que una mirada puede gestar. Nos merecemos mucho en la vida, pero no el sentirnos evacuados de la agenda cuando los deberes del ideario humano nos excluye, ya vivimos lo que fue el rechazo y la experiencia, nos hicimos adolescentes en la era de la juventud desesperada, nos hicieron jóvenes en la era de la adultez olvidada sencillamente porque nos retrocedieron el discurso, nos postergaron la madurez a otra espera para así encontrarnos en cada de nuestros padres con la misma frecuencia con que los hijos del ayer cuestionaban a sus pares.

Debemos aprender a esperar, de eso se bastante porque para escribir hay mucho que esperar.
Debemos aprender a encontrarnos en el espejo antes que en los ojos de los demás y podría atreverme a afirmar que de eso se bastante también, porque en la espera es que aprendí a encontrarme, a escucharme.

Conocemos todo tipo de personas en el camino y a la misma velocidad las vamos eliminando de nuestro armario, pocos quedan al borde de la cama y otros menos favorecidos terminan en una servilleta con la historia por contar, no nos interesa invitarles una taza de café ni mucho menos ofrecerles fuego para su cigarrillo, inclusive, hasta ahora se nos señala por fumar.

No importa cuánto haya por contar, terminamos excediendo la naturaleza de los sentidos, nos enajenamos a una película antigua, algunos emulan ser un cuento de Woody Allen, otros se sienten cómodos con la escritura de Clive Barker o Lovecraft, a la final todo es un cuento por contar, una historia por juzgar, desde Arjona hasta Bukowsky, desde lo literario hasta lo estrafalario.

Reconocernos en lo obsceno, identificarnos en la espera diaria, soportar cada etapa como una dedicación personal, una exigencia profesional, gritar ¡Basta! O someternos a la cotidianidad. Ser exagerados, para aprender a soportar lo mínimo que nos corresponde.

Caer en la sobredosis de la vida.


AV

2 comentarios:

Iván R. Sánchez dijo...

Sin vainazos: "(...) vemos en las baladas un indicador de vejez (...)", no me culpe a mí por la forma en que acumula devenires antes que porvenires o por la excesiva, aunque no menos poética nostalgia. Es un ejercicio interesante de continua memoria, la rebeldía en contra de la linealidad y peso de los años, porque la intemporalidad, el anacronismo fulgura entre reflexiones de varios unos que se sienten como otros. Pero el sentido de pertenencia es increíble, tan poderoso como el instinto de dominio de cada espacio, de cada instante.

Me encanta esto de habernos hecho "adolescentes en la era de la juventud desesperada", y jóvenes "en la era de la adultez olvidada", claro de acuerdo, nos retrocedieron el discurso, pero nos han postergados todo en espera de retenerlo eternamente, porque los valores de la otrora juventud fueron sobredimensionados y sobre ellos se explota aquella nostalgia de la cual tanto lo acuso, pero que mientras en Usted es buena y sabia, en casi todos es a lo sumo, patética.

Caer en la sobredosis de la vida, sobreactuarnos, una y otra vez.

Iván R. Sánchez dijo...

Ah, al fin me doy cuenta que si me ha leído de vez en cuando. Gracias.